En Cataluña, un efecto de la radicalización del PSC en torno al Estatut -incluyendo su discurso de considerar la sentencia del Constitucional una «ofensa» al pueblo catalán- puede ser el pase del nacionalismo cívico representado por Pujol padre al soberanismo de Pujol hijo, que ya ha insinuado la posibilidad de promover la insumisión fiscal de Cataluña si no se reconocen sus derechos.
A Zapatero se le ha llegado a reprochar haber metido en un lío al socialismo catalán con su compromiso, en 2003, de respaldar el Estatuto que saliera del Parlament. La idea sería que, ante esa oferta, el PSC no tuvo más remedio que pedir la luna. Tal vez tenía en mente el compromiso planteado en su momento por Felipe González a los vascos: que avalaría el máximo común al que llegasen. Pero precisando: el máximo que quepa en la Constitución.
Seguramente no incluyó esa cautela porque no podía imaginar que los dirigentes del PSC fueran a tomarle la palabra tan literalmente e impulsar un proyecto que desbordaba los límites constitucionales por muchos costados, pese a que lo presentaron como de «impecable adecuación a la Constitución y a sus valores» (Maragall).
De lo que sí fue responsable Zapatero es del acuerdo con Artur Mas para que se incorporase al consenso del tripartito en torno a su proyecto de Estatuto, en 2005, y luego (enero de 2006) para pactar con él las enmiendas a aceptar en el Congreso a fin de eliminar los rasgos más visibles de inconstitucionalidad y desatascar su tramitación. Casi 150 artículos hubieron de ser modificados, sin evitar que quedasen algunos restos de probable inconstitucionalidad y puntos ambiguos, susceptibles de interpretaciones diversas. El condicionamiento que supuso el acuerdo con Mas resta peso al argumento de que un Estatuto votado en Cortes y refrendado no debería poder ser recurrido.
El acuerdo Zapatero-Mas incluía el compromiso de forzar la retirada de Maragall a fin de despejar el acceso del líder de CiU a la presidencia catalana. Lo que fue considerado una genialidad táctica de Zapatero se revelaría como su segundo error más grave. Por una parte, radicalizó la posición del propio Maragall, que acabaría abandonando el PSC; por otra, la agilidad de su sucesor, José Montilla, para adelantarse a pactar la continuidad del tripartito, privando a Artur Mas de la presidencia tras haber ganado las elecciones, hizo que se sintiera engañado, lo que radicalizó su discurso.
Ahora, tras el largo rodeo del Estatut, el líder convergente ha regresado al punto de partida: se presentará a las elecciones reclamando un concierto a la vasca. Es decir, la soberanía fiscal como respuesta a lo que se consideró insuficiencia de la financiación catalana, especialmente en el capítulo de inversiones del Estado. Montilla ha argumentado que ese planteamiento no tiene encaje constitucional. Pero eso ahora importa muy relativamente a Mas porque el otro punto central de su programa es el reconocimiento del derecho a decidir, formulación que a partir de Ibarretxe significa que una nación no tienen por qué someterse a cortapisas constitucionales. La definición de Cataluña como nación tendría un fundamento no solo ideológico sino funcional: justificar un tratamiento fiscal tan singular como los de los territorios forales.
Se habría repetido lo que ocurrió en el País Vasco en los comienzos de la Transición: la adopción por los partidos que no se definían como nacionalistas de la retórica, y a veces el programa, nacionalista hizo que quienes lo eran genuinamente se vieran impulsados a radicalizar su propio discurso. En Cataluña, un efecto de la radicalización del PSC en torno al Estatut -incluyendo su discurso de considerar la sentencia del Constitucional una «ofensa» al pueblo catalán- puede ser el pase del nacionalismo cívico representado por Pujol padre al soberanismo de Pujol hijo, que ya ha insinuado la posibilidad de promover la insumisión fiscal de Cataluña si no se reconocen sus derechos.
Las encuestas pronostican un triunfo amplio de CiU en las autonómicas, pero un empate técnico con el PSOE si hubiera ahora elecciones generales (según el barómetro de junio del Centre d’Estudis d’Opinió de la Generalitat). Este último dato invita a relativizar otras tendencias también registradas por los sondeos. Por ejemplo, el crecimiento del independentismo, tan visible como compatible con el hundimiento en las mismas encuestas del voto al único partido parlamentario explícitamente independentista, ERC, y con la participación decreciente en los sucesivos referendos soberanistas registrados esta temporada.
El contraste entre elecciones generales y autonómicas es más llamativo a la vista de la participación: en las generales la media de las celebradas hasta ahora es del 73%, muy similar a la media española; en las catalanas es mucho menor, del 60%, seis puntos por debajo de la media de las autonómicas en el conjunto de comunidades. Hay una cierta contradicción en el énfasis con que se afirma que los españoles ignoran la realidad profunda de la nación catalana y esa pasividad electoral a la hora de ejercer su autogobierno; como si les interesase más quien Gobierna desde La Moncloa que quien dirige la Generalidad.
Son datos a tomar en cuenta a la hora de realizar un balance de la operación política que se inicia con el pacto que da origen al tripartito sobre la base de un nuevo estatuto de factura confederal. Sin embargo, ningún error anterior es comparable con el que supone que un partido de Gobierno en Cataluña y en toda España haya dejado, tras la sentencia del TC, la defensa de la Constitución en manos de la derecha.
Patxo Unzueta, EL PAÍS, 2/9/2010