Javier Zarzalejos, EL CORREO, 29/7/12
Avanzaríamos mucho si una parte del espíritu crítico que ahora derrochamos en la denuncia de las carencias de Europa lo empleáramos en definir y reparar las grietas de nuestro propio sistema organizativo como Estado
Muchos de los sabios que nos ilustran sobre la difícil situación que atravesamos insisten en afirmar que la crisis que sufre la Unión Europea no es económica sino política. Explican que la zona euro sigue disfrutando, en su conjunto, de datos de producto interior, déficit, deuda y balanza comercial bastante más saludables que los de otras grandes zonas económicas, singularmente Estados Unidos. Lo que ocurre es que una deficiente institucionalización de la moneda común y unos procesos de toma de decisiones, y de ejecución de estas, lentos hasta la exasperación, impiden anclar firmemente el euro que, siguiendo con la imagen marinera, queda con demasiada facilidad a merced de las corrientes especulativas de los mercados.
Es decir, que bien porque las cosas, a escala europea, no están tan mal como parece, o bien porque los economistas ya han dado de sí todo lo que razonablemente podía esperarse de ellos, la solución debería venir de los políticos. ¿Los políticos? Pues sí. A pesar de todo, la política tiene que ser reivindicada si es que queremos salir de esta crisis con un sistema democrático relativamente intacto que no ceda el discurso público a la demagogia y el populismo, a las banalidades del buenismo o a los espejismos utópicos que ya asoman algo más que la patita para ver lo que pueden pescar en este torbellino.
La crisis está haciendo que ascendamos a marchas forzadas por la curva de aprendizaje que nos hacía falta recorrer. Las conclusiones que deberíamos interiorizar habrían de ir algo más allá que el improperio contra los políticos y la búsqueda de chivos expiatorios –que no responsables– que carguen con los errores de todos.
Porque si la crisis europea no es económica sino política, sería pertinente preguntarnos si eso mismo es aplicable a los problemas que padecemos como Estado y como nación, es decir como cuerpo político integrado por ciudadanos y sujetos activos en la suerte de su país.
Tenemos razón al poner de manifiesto las deficiencias de la arquitectura institucional europea, incluso hasta aleccionar a nuestros socios sobre la mejor manera de organizar las instituciones comunitarias. Pero seguramente seríamos mucho más creíbles si, además, prestáramos la atención que merece nuestra propia arquitectura institucional. Avanzaríamos mucho si una parte del espíritu crítico que ahora derrochamos en la denuncia de las carencias de Europa lo empleáramos en definir y reparar las grietas de nuestro propio sistema organizativo como Estado. Creer que uno vive en el mejor de los mundos y que son los otros los que tienen que cambiar es la receta para un fracaso seguro jalonado de sobresaltos recurrentes como los que venimos experimentando.
Es cierto que el euro no encuentra un anclaje firme en la red de acuerdos y compromisos que se estableció para su creación. La moneda común se quiso levantar como una gran carpa sostenida por cables y poleas pero, con la intensidad de la tormenta, lo que estamos descubriendo es que necesitamos una edificación de cimentación sólida, construida cuando menos en ladrillo. Habría que encontrar un cierto equilibrio entre la crítica a Europa –que en algunas formulaciones tanto de izquierda como de derecha llega a echar mano de un casticismo grotesco– y la autocomplacencia con un marco institucional como el nuestro, que es manifiestamente mejorable. Porque también tendríamos que preguntarnos si tenemos anclados con firmeza los elementos básicos de la organización del Estado como para garantizar su continuidad y asegurar las reformas necesarias. Cuando en el mismo día en que Cataluña pide el rescate financiero –lo es, no nos engañemos–, el Parlamento de esta comunidad exige al Estado un régimen fiscal de concierto, es que hay alguna cosilla que aclarar.
No basta con insistir en la difícil sostenibilidad de nuestro modelo autonómico tal y como ha terminado por decantarse en tres décadas de evolución. Habrá que ver cómo se corrige el rumbo que ha hecho de las comunidades autónomas unas estructuras de gasto que requieren una reforma tan estructural como su tendencia. Y para ello sería conveniente centrarse más en los remedios que en las culpas. Las comunidades gastan demasiado pero gastan también porque son el Estado de bienestar, porque se ha aceptado que las fantasías identitarias de unos y otros justificaran toda extravagancia en nombre de la cultura y la tradición. Gastan porque una doctrina constitucional de consistencia discutible ha aceptado que en nombre de la autonomía los estatutos contuvieran sin límite toda la inventiva institucional y administrativa de la que han sido capaces las comunidades para poner en pie desmesurados entramados públicos.
Las peticiones de asistencia financiera al Estado que ya han expresado Valencia, Murcia y Cataluña desvelan lo que ya era un secreto a voces. El remedio ha de ser estructural. Es posible –sólo posible– que el diálogo que esta situación exige, las condiciones que conlleva el rescate solicitado y la propia extensión del problema a todos los territorio políticos, alienten reflexiones, acuerdos y reformas del alcance que se necesita. Está en juego un factor central de nuestra credibilidad como Estado. A veces todo lo que se necesita es un punto de apoyo. Limitar el problema a una cuestión de desfases de tesorería que resolverán eficaces funcionarios calculando plazos y cantidades, sería engañarse gravemente. Desgraciadamente, no lo podemos excluir.
Javier Zarzalejos, EL CORREO, 29/7/12