MIQUEL URMENETA – EL MUNDO – 05/11/16
· El autor cree que la verdad es ya un elemento secundario en la esfera pública, lo que lleva a los políticos a apelar constantemente a los sentimientos y a las plataformas digitales para restringir los controles de veracidad.
En los últimos meses, el mundo occidental ha asistido a dos hechos políticos de gran impacto: el Brexit y la nominación de Trump como candidato republicano a la Casa Blanca. Estos episodios han sido considerados por muchos como insólitos por el éxito conseguido a pesar de haber basado sus campañas –por lo menos, en parte– en mentiras. En el caso del Brexit, llama la atención que las declaraciones de Nigel Farage en sus primeras reacciones al resultado no tuvieran mayores consecuencias políticas. Después de todo, el reconocimiento que –una vez fuera de la UE– Gran Bretaña no dispondría de los millones de libras prometidos para su sistema sanitario supone negar un eje del leave. Trump, por su parte, puede afirmar que Obama es uno de los fundadores del Estado Islámico o negar que haya nacido en EEUU impunemente. El engaño sale a cuenta: dimisiones como la de Nixon parecen propias de otra era. The Times They Are A-Changin’.
Frente a este fenómeno, medios de referencia han iniciado un debate que comenzó en la esfera anglosajona para posteriormente ir permeando otras. Diarios como The Guardian, The Economist, Le Monde, Slate o el Washington Post se preguntan cómo ha podido suceder. La directora de The Guardian, Katharine Viner, rescata elconcepto de post-truth politics. Una expresión que acuñó David Roberts en 2010 para referirse a los políticos que negaban el cambio climático a pesar de las pruebas científicas en sentido contrario. La novedad era entonces considerar la verdad como algo secundario. Justo lo que pasa ahora. Para Viner, los elementos de la política de la posverdad actualmente son: unos políticos que apelan constantemente a los sentimientos; la situación de gran debilidad de los medios de comunicación, necesitados de clics para su supervivencia; y el hecho de que una parte cada vez mayor de los públicos se informa a partir de contenidos seleccionados por algoritmos.
Esta situación esconde una fenómeno de gran complejidad. The Economist explica que «la política posverdad es posible gracias a dos amenazas a la esfera pública: la pérdida de confianza en las instituciones que soportan su infraestructura [de la verdad social] y los profundos cambios en la forma en que el conocimiento sobre el mundo llega al público». Aunque no desaparecen, las instituciones que hacían posible una verdad compartida en una sociedad (la escuela, los científicos y expertos, el sistema legal y los medios de comunicación) están a la baja y, simultáneamente, suben los nuevos gatekeepers: motores de búsqueda y redes sociales.
Esta sustitución supone novedades relevantes. Por un lado, se da un cierto determinismo en la selección de las informaciones. A diferencia de los periódicos, las plataformas de distribución de contenidos digitales no pueden escoger: tienen en su ADN ofrecer unas recomendaciones cada vez más personalizadas. Es la tiranía del algoritmo, que no tiene en cuenta ni la veracidad de las informaciones ni fomenta que las opiniones sean variadas y equilibradas. El usuario acabará atrapado en una esfera donde los contenidos cada vez serán más próximos a su ideología e intereses (filter bubble) y donde tenderá a relacionarse sólo con usuarios afines.
De esta forma, una consecuencia de la migración hacia lo digital es que los ciudadanos cada vez están menos expuestos a ideas que contradigan su visión del mundo. Otro de los efectos es una cierta banalización de los contenidos. En el timeline de Facebook de un usuario –por ejemplo– pueden aparecer los rumores más variados junto a finos análisis sobre la situación política. Todo se presenta al mismo nivel, con lo que se mezclan informaciones relevantes y fiables con otras que quizá no sean ni una cosa ni la otra.
Si el nuevo ecosistema digital ha tenido un impacto importante a nivel psicológico en los públicos también ha afectado a los medios de comunicación. Por un lado, les ha permitido conocer mejor a su audiencia e interactuar más con ella pero también ha propiciado que muchos sucumban a la creación de contenidos intrascendentes con la intención de generar viralidad, visitas y, finalmente, ingresos. No obstante, el debate mediático reconoce que sería injusto atribuir a Internet todos los problemas. El periodismo de declaraciones o el equilibrar de forma artificial las opiniones a favor y en contra de un determinado asunto para transmitir una idea de cobertura neutral se practican desde hace años. Estas rutinas han contribuido a debilitar la credibilidad de los periodistas, políticos y expertos, al mismo tiempo que crecía el desencanto entre los ciudadanos.
Frente a todos estos inconvenientes, se han ofrecido soluciones a diferentes niveles. Por lo que respecta a las grandes plataformas digitales, el profesor de Derecho de Harvard y actual consejero jurídico de la Casa Blanca Cass R. Sunstein pide –citado en Le Monde– que reprogramen sus algoritmos para preservar una información pluralista. En el plano político, algunos reclaman a los líderes una actitud más humilde y exigen más severidad a la hora de penalizar en su reputación a los que mientan. Sin embargo, muchas de las reflexiones están centradas en las organizaciones periodísticas. Por ejemplo, leemos en el Washington Post que los medios deberían gastar «menos tiempo segmentando y más tiempo presentando sus noticias de la forma más directa que sean capaces».
Pero, ¿es ésta la solución? Los hechos se han de respetar siempre pero necesitan de interpretaciones que les den sentido. «La política es donde las personas pueden alcanzar la posibilidad de remodelar activamente el mundo, más que sólo describirlo (…) cuando nos enfrentamos con el mal político, nuestra respuesta debería ser combatirlo con algo bueno», argumenta el artículo de Slate,The Biggest Political Lie of 2016. En otras palabras, no es suficiente con cuantificar que Trump puede llegar a mentir 71 veces en una hora. Para generar conocimiento, los datos han de estar dentro de narrativas. Éste es uno de los retos de los medios.
Hemos hablado de políticos, plataformas y medios pero para que esto funcione se necesita también la implicación de los públicos. Éste es el gran interrogante. La directora de The Guardian cree que hay opciones. Según ella, los ciudadanos saben aprecian las informaciones trabajadas y, por esto, acabarán involucrándose si se les ofrece buen periodismo. Para que se dé esta dinámica positiva –dice– es condición necesaria que los periodistas abandonen antiguas pretensiones de superioridad, traten a los públicos como iguales y se comprometan al máximo dando informaciones de calidad: «La verdad es una lucha. Se necesita trabajo duro. Pero es una lucha que vale la pena».
Miquel Urmeneta es periodista y profesor de comunicación en la Universitat Internacional de Catalunya (UIC).