Ignacio Varela-El Confidencial
- Todo lo que hay que hacer en España a partir de ahora choca frontalmente con las servidumbres del marco político que Sánchez estableció para llegar al poder y sostenerse en él
No hace falta ser un genio del análisis para vislumbrar que un cuadro de inflación galopante y persistente en el contexto de una crisis energética igualmente galopante y persistente conduce inexorablemente a una conflictividad galopante, persistente y generalizada, que alcanza prácticamente a todos los estratos de la sociedad.
La escalada de los precios golpea los bolsillos de todos, pero muy especialmente los de quienes menos tienen: de repente, bienes y servicios que hace solo unos meses adquiríamos con poco esfuerzo se convierten en inalcanzables objetos de lujo; y lo que es peor, las cosas básicas del vivir —empezando por la de mantenernos vivos, como los alimentos— empiezan a faltar. No es que haya que recortar en series de Netflix y viajes de Semana Santa, es que en muchos hogares hay que vigilar seriamente —sobre todo en la segunda mitad del mes— lo que se gasta en pan, huevos y aceite, bajar la calefacción como nos aconseja Borrell, no abusar de las duchas con agua caliente y, sobre todo, pasar por delante de la gasolinera sin entrar en ella, como si se tratara de una joyería. Un depósito al mes y el resto a caminar, que dicen que es sano. Que levante la mano quien no esté notando en las últimas semanas un descenso sensible del tráfico rodado en su ciudad.
El descontrol de los precios de la energía golpea toda la cadena productiva: la fabricación de bienes para el mercado —sean agrícolas o industriales—, su distribución a través de los medios convencionales de transporte y, finalmente, el consumo. Sufrimos como productores y como consumidores, como proveedores y como clientes, como vendedores y como compradores. Los empresarios ven disminuir drásticamente sus beneficios y los trabajadores, la capacidad adquisitiva de sus salarios. Señoras y señores, llegaron de nuevo las vacas flacas.
Todo eso sucede con una pandemia que no termina de desaparecer —¿cuántas primaveras hace que no tenemos una primavera que merezca tal nombre?— y en medio de una guerra atroz que, dicen, puede llevarnos en cualquier momento al apocalipsis. En el menos malo de los casos, el mundo estará instalado en una nueva guerra fría y en Europa habrá que buscar acomodo a cinco millones de ucranianos huidos de su país por el espanto. No viví ninguna de las dos grandes guerras del siglo pasado, pero, en mis sesenta y muchos años de vida, no recuerdo un suceso internacional que haya conmovido a la sociedad española como lo está haciendo la guerra de Ucrania; ni siquiera el atentado de las Torres Gemelas. Y en más de 40 años de actividad profesional, no había visto jamás antes encuestas en las que los españoles respaldaran mayoritariamente el aumento de los gastos militares, mostraran entusiasmo por la OTAN (¿qué sería hoy de nosotros si se hubiera perdido aquel referéndum?) y se supieran de memoria los nombres de los principales responsables de la Unión Europea.
Gobernar en estas condiciones resulta a la vez muy sencillo y extremadamente delicado. Sencillo porque la agenda del país está marcada a fuego por la realidad y admitirá pocas variaciones durante una temporada. En política exterior, reforzamiento de las alianzas en el atlantismo y mayores transferencias de soberanía hacia la Unión Europea. En materia de defensa, remilitarización y empezar a tomarse en serio lo de unas Fuerzas Armadas europeas. En política económica, regreso a la ortodoxia fiscal y al control del déficit, equilibrio de las cuentas públicas, reducción de la presión fiscal y depositar con mucho cuidado en la papelera los presupuestos vigentes para recalcularlo todo sobre bases más realistas. En política social, contención de las subidas salariales, final de los regalos universales de vocación electoral y ver qué diablos hacemos con la miríada de gastos adosados al IPC, empezando por las pensiones.
Lo delicado del asunto viene porque hay que gobernar con bisturí y precisión de cirujano, reducir o eliminar por completo la trompetería, evitar vaivenes y sobresaltos innecesarios, expandir al máximo los espacios del consenso y proscribir la polarización como principio estratégico, restablecer la lealtad institucional, dejar de contar votos cinco veces al día, decir la verdad, racionar las entrevistas amañadas con Ferreras, hacer anuncios serios que no tengan que rectificarse al día siguiente y, como norma indeclinable, tratar a los ciudadanos como seres adultos. Un conjunto de prácticas a las que este gobierno no está acostumbrado; por el contrario, ha demostrado su virtuosismo en todo lo contrario.
No tiene mucho sentido desmenuzar el conflicto de los transportistas, el de los agricultores o el de la flota pesquera como si fueran hechos puntuales desconectados entre sí. Todos tienen la misma etiología, como la tendrán los conflictos laborales que vendrán en cuanto empiecen a negociarse los convenios y aparezcan las reivindicaciones para aproximar la subida de los salarios a la de los precios. Quizá para entonces los autodenominados sindicatos de clase salgan de su mutismo actual y recuerden que están en la vida para algo más que para hacer de colchón de Pedro Sánchez (en un caso) o de lanzadera de Yolanda Díaz (en el otro). El riesgo es una espiral de huelgas salvajes sin interlocutores definidos y con el peligro constante de que brote la violencia.
El problema político que todo lo atraviesa es que el instrumento de gobierno no se corresponde con la tarea que hay que realizar. Se ha visto también en el episodio chusco del Sáhara, en el que los marroquíes se la han vuelto a jugar a un presidente que lleva cuatro años en la Moncloa y sigue sin coger el punto al tema del Magreb, vidrioso y potencialmente explosivo para España. Puede que el final del contencioso deba aproximarse a lo que ahora se apunta; pero eso requiere un recorrido, y Sánchez ha decidido saltarse el recorrido entero para dar algo muy parecido a un salto en el vacío. Por puro bonapartismo, claro, que es la marca de la casa. Pero también porque él mismo se ha puesto los obstáculos. No puede plantear el tema en un Consejo de Ministros porque los de Podemos se le rebelarían, no puede llevarlo al Parlamento porque todos sus socios sin excepción lo dejarían tirado y solo tendría, si acaso, el apoyo del PP; y en las instancias internacionales, le remitirían al marco de las Naciones Unidas y le recordarían las obligaciones contraídas por España. Así que tuvo que enviar una carta furtiva al rey de Marruecos que este se apresuró a difundir para cortarle la retirada: carta en la mesa, presa.
El problema de fondo se define fácilmente: todo lo que hay que hacer en España a partir de ahora choca frontalmente con las servidumbres del marco político que Sánchez estableció para llegar al poder y sostenerse en él. Este Gobierno se inventó para que siempre fuera carnaval, y no sirve para otra cosa. Lo difícil, con la oposición de mudanza, es encontrar la solución. Aunque el presidente no para de provocar cotidianamente a los podemitas para que salten del Gobierno y le den un pretexto para hacer eso que usted está pensando.