LA ESTRATEGIA exterior de la Administración Trump sigue causando desconcierto e incertidumbre en la comunidad internacional. Así, al menos, se ha puesto de manifiesto durante la primera parte de su primer viaje al extranjero, que le ha llevado a Arabia Saudí y a Israel. En ninguno de los dos países ha demostrado tener dotes diplomáticas, resolviendo los asuntos como si se tratase de cuestiones meramente comerciales en las que no existen implicaciones políticas, éticas y de defensa de los valores occidentales. Contrariamente a lo que han hecho otros presidentes, especialmente Obama, Trump dejó claro en Riad, tras la firma de un contrato de 110.000 millones de dólares para la venta de armamento, que no pretendía «dar lecciones» a nadie y que su interés pasaba por la búsqueda de «socios» que «compartan nuestros objetivos», olvidándose de la exigencia de políticas respetuosas con los derechos humanos y con la democracia como parte esencial de la tradicional política exterior estadounidense.
Es obvio que esta actitud puede ser muy eficaz a la hora de hacer negocios, pero la diplomacia es bastante más compleja y de ella dependen unos equilibrios internacionales que requieren de estabilidad y confianza entre las potencias implicadas. El mismo presidente que pretende prohibir la entrada de inmigrantes procedentes de determinados países musulmanes, y que ha declarado reiteradamente que «el islam nos odia», defendió una alianza de los principales líderes islámicos para combatir el terrorismo yihadista. El islam es una de las «confesiones más grandes», declaró. Y lo hizo en un país que, como Arabia Saudí, mantiene un régimen en el que rige unas de las interpretaciones más radicales del Corán, como es el wahabismo, y que supone un foco de inestabilidad en la zona por su enconada lucha contra el chiísmo, especialmente en Yemen.
Por otra parte, ni siquiera la aplastante victoria electoral de Rohani en Irán, que garantiza cierto aperturismo de la teocracia islámica, ha aflojado su discurso anti iraní, lo cual contrasta con los hechos. Es cierto que Trump ha vetado recientemente a varios empresarios iraníes, pero ha respetado hasta el momento las condiciones del programa anti nuclear firmado entre Irán y la Administración Obama que consiguió implicar a la república islámica en la lucha contra el IS en Siria e Irak. A su homólogo israelí, Benjamin Netanyahu, le aseguró el pasado lunes, en su visita a Jerusalén, que Irán nunca tendrá armamento nuclear y que el «terrible» acuerdo de 2015 lo único que ha propiciado es el enriquecimiento y fortalecimiento del régimen de los ayatolás.
Pero tampoco puede estar plenamente satisfecho el gabinete israelí, que celebró públicamente la victoria de Trump en noviembre y el fin de la era Obama, con el que mantuvo unas conflictivas relaciones. Trump no ha cumplido su promesa de reconocer la capitalidad de Jerusalén trasladando allí la sede de la embajada norteamericana, ha rechazado la creación de nuevos asentamientos en Cisjordania y se ha reunido en Belén con el presidente palestino Abu Mazen. Netanyahu, además, mira con desconfianza la venta de armas a Arabia Saudí, especialmente de F-15, ya que refuerza la hegemonía aérea de Riad en el Golfo. A pesar de eso, hizo varios gestos simbólicos, como visitar el Muro de la Lamentaciones y apostar, sin especificar cómo, por la paz entre israelíes y palestinos manteniendo la ambigüedad sobre la existencia de dos Estados.
Para terminar de añadir inseguridad a sus socios en la zona, Trump lanzó una amenaza a la OPEP, y en concreto a Arabia Saudí, que pretende controlar el mercado de petróleo. Es cierto que según sus propias previsiones, gracias al fracking, a la apuesta por hidrocarburos no convencionales y a la autorización de nuevas explotaciones petrolíferas en Alaska, EEUU pretende conseguir en pocos años su autosuficiencia energética, reduciendo a mínimos su dependencia del petróleo y del gas de los países del Golfo. De esta forma, el país podría dedicar toda su energía a combatir comercialmente a China, la potencia que cuestiona su hegemonía económica. Pero supone un desafío de consecuencias imprevisibles poner en el mercado las reservas estratégicas del país para reducir su deuda pública y dañar las economías de Arabia Saudí y Rusia, principalmente. La política exterior que ha empezado a diseñar Trump no genera confianza en ninguno de sus socios tradicionales en todo el mundo y de esta forma será difícil que EEUU pueda seguir liderando las relaciones internacionales.