José Ignacio Calleja-El Correo
- A los profesionales de la vida pública podemos exigirles que definan su concepción de bien común como equilibrio equitativo de intereses, justicia y solidaridad
No debería pedir disculpas por volver al tema político. Se supone que el mundo al que pertenezco -la Iglesia y las religiones- tiene suficientes problemas como para centrarse en ellos sin enredar en otros. Pero es que esos temas políticos y personas no son ‘otros’, sino que todos somos esos ‘otros’ y está bien, sin partidismo preciso, sumar voces de la gente a lo que los profesionales de la política se dedican sin éxito.
Voy a decir desde ahora que querer, quieren, pero que no pueden lograrlo porque ellos y sus ideologías se colocan delante de todo. El poder es un valor fácil de amar. Perderlo produce un efecto desgraciado en el ánimo que ni la posibilidad de recuperarlo democráticamente calma la ansiedad de sus profesionales. En ese empeño por sobrevivir y guardar el número uno, los idearios, las estrategias, el ultrapartidismo y las casi-verdades se mueven al son de una sola música: ganar, ganar y ganar como grupo y partido. ¿Para todos? No, para los propios; y desde estos para bastantes otros, pero sin ellos.
Es evidente que nadie va limpio de ideologías por la vida social, pero el bien común aún guarda una verdad: responder con sentido de mínima equidad a toda la diversidad de intereses que atraviesan una sociedad. La sociedad -siempre y hoy más- es un cruce de autopistas que solo un buen diseño y cálculo del espacio humano puede resolver sin perder demasiado en justicia y eficiencia. La sociedad es un cruce de intereses y grupos de todo tipo cuya relación hay que ordenar con equilibrio. No soy ingenuo, aunque me gustaría, y sé que la relación de poder entre las personas, las empresas, las ciudades y los países es muy desigual; con este factor debemos contar y nos esforzaremos por domesticarlo. Veremos a qué y cómo.
Muchos de esos conflictos tienen posibilidades de hallar respuestas equilibradas en una negociación razonada entre contrarios; algunos otros conflictos representan tal encono de momento que, sobre ellos, solo cabe proyectar el bien común, la justicia mínima, como no usar la violencia, la mentira y el abuso legal más grosero para ordenarlos en falso contra los marginados. Los grupos sociales, por tanto, nos movemos entre intereses bien diversos, pero somos conscientes de ello y la política ha de servirnos para ordenarlos con creciente equidad.
Los grupos sociales nos movemos entre intereses bien diversos; la política ha de servirnos para ordenarlos con creciente igualdad
En nuestro caso, somos una sociedad denodadamente compleja y, a mi juicio, enfrentada a fondo. Y así habrá que reconocerlo. Pero una cosa podemos hacer: analizarnos a fondo y ver si la política, la administración política de los conflictos, siempre partidista e ideologizada, los complica en demasía y porqué; y en su porqué, si son los hechos de vida lo que vienen complicados o prima que las personas que se dedican a su gestión enredan decisivamente las salidas, sea porque están enfermos de poder, sea porque las ideologías los han convertido en incívicos y se odian.
Hay más razones, pero darle una vuelta a estas dos y cómo operan en las palabras de un debate parlamentario, en una relación de artículos en la prensa afín, en una reunión de los comités ejecutivos respectivos, ha de ser muy importante.
Es evidente que lo que podemos aportar desde fuera de la política va a tener carácter ético más que estratégico. Este es el objeto de la reivindicación continua del bien común. El bien común es una idea genial -a mí me lo parece- como equilibrio de equidad entre grupos e intereses diversos, contrarios y hasta antagónicos no pocas veces, y depende de nosotros su comprensión y operatividad. Esta no es una decisión de los políticos en solitario, o de cada partido en particular, y aislados todos del día a día de la gente. Nos lo parece, pero no es así.
Millones de personas nos definimos alrededor de esos profesionales de la vida pública. Lo hacemos con mucha manipulación mediática, lo sé, pero millones de ciudadanos hacemos piña con los grupos políticos votando, aplaudiendo, callando y consintiendo. Pues bien, debemos conservar la última palabra ante ellos. A todos podemos exigirles que se definan en su concepción concreta del bien común como equilibrio equitativo de intereses, desde los últimos, hasta donde es posible en sociedades complejas como las nuestras: las autonómicas, la española y la europea; y todas en el único mundo.
El bien común como realidad en sí misma compleja, no puede escudarse en cualquier absoluto aislado; sea la nación, las instituciones del Estado, las multinacionales, los bancos, la cultura del lugar, la lengua de los propios. El bien común debe equilibrarlos con la vida económica justa de todos, la libertad propia que se protege con la de los demás, las oportunidades de trabajo y desarrollo personal que la igual dignidad exige, la debilidad que la herencia, la desgracia o la injusticia de otros provoca en las víctimas. El bien común no es una palabra etérea que los escolásticos nos legaron como respuesta idealizada del vivir humano, sino un concepto bien preciso que, como equilibrio de equidad en todas las direcciones de lo justo y solidario, desde los más débiles, desnuda las actitudes y las estrategias particularistas de quienes hacen política ahora mismo en España.