Rosa Martínez-Vozpópuli
- El discurso público se ha llenado de mensajes diseñados no para resolver conflictos, sino para mantenerlos vivos
Hay algo profundamente infantil en la forma en que se ha instalado el debate político en España. No es una cuestión de edad ni de formación, sino de actitud. Se ha normalizado un clima en el que la responsabilidad individual molesta, la madurez incomoda y cualquier intento de introducir matices se interpreta como una provocación. La política ha dejado de hablarle a ciudadanos adultos y ha optado por dirigirse a una audiencia emocionalmente inmadura, permanentemente agraviada y siempre dispuesta a sentirse víctima de algo. Este infantilismo no surge por casualidad. Es rentable. Gobernar a adultos exige explicar, convencer y asumir costes. Gestionar niños enfadados solo requiere alimentar emociones básicas: miedo, rabia y sensación de injusticia permanente. El discurso público se ha llenado de mensajes diseñados no para resolver conflictos, sino para mantenerlos vivos. Porque un conflicto enquistado moviliza más que una solución incómoda.
Así, la política se ha convertido en una especie de patio de colegio ampliado, donde cada bando se presenta como víctima indefensa y retrata al otro como una amenaza moral. No hay adversarios, solo enemigos. No hay discrepancias, solo agresiones. Y en ese terreno emocionalmente infantilizado, el que grita más fuerte siempre tiene ventaja sobre el que razona mejor. El debate se simplifica hasta el absurdo, se reduce a consignas fáciles y se penaliza cualquier intento de complejidad como si fuera una traición. Pensar despacio, dudar o cambiar de opinión se interpreta como debilidad, cuando en realidad es justo lo contrario.
Una idea tóxica
El problema es que esta lógica no se queda en los parlamentos ni en las redes sociales. Se filtra en la vida cotidiana. En las conversaciones familiares, en los grupos de amigos y en espacios que antes funcionaban como refugios frente al ruido político. Se ha instalado la idea de que convivir con quien piensa distinto es una claudicación y que mantener vínculos personales por encima de la ideología es una forma de traición. Una idea profundamente tóxica que solo beneficia a quienes viven de la confrontación. La violencia política no siempre adopta la forma de golpes o amenazas. A menudo se presenta de manera más sutil: deshumanizando al otro, reduciéndolo a una etiqueta y negándole cualquier complejidad. Cuando alguien deja de ser una persona para convertirse en un símbolo, todo vale. Y cuando eso se normaliza, la convivencia se vuelve frágil y el espacio común se estrecha hasta desaparecer.
Lo más llamativo es que quienes fomentan este clima rara vez lo sufren. El enfrentamiento es rentable para quienes lo agitan desde tribunas mediáticas o despachos oficiales, donde el conflicto se convierte en una herramienta más de poder. El precio lo pagan los ciudadanos normales, los que no viven de la política y solo quieren llegar a casa sin tener que librar una batalla ideológica permanente. Los mismos a los que luego se les exige coherencia absoluta incluso en la mesa del comedor, como si la vida privada tuviera que someterse también a una vigilancia moral constante.
Y entonces llega la Nochebuena. Y con ella, una escena que descoloca por completo a quienes necesitan que el enfrentamiento sea permanente. Una fecha incómoda para quienes necesitan mantener vivo el conflicto. Porque la Nochebuena no entiende de consignas ni de relatos épicos. Es una mesa compartida, imperfecta y a veces incómoda. Es sentarse con los suyos y también con los que no lo son tanto. Con el familiar que vota distinto, con el cuñado que opina lo contrario y con esa persona que dice cosas que a usted no le gustan. Y no pasa nada. Sentarse a esa mesa es, hoy en día, un gesto más adulto y más valiente que muchos discursos grandilocuentes. Es negarse a convertir cada conversación en un mitin y cada discrepancia en una tragedia moral. Es entender que la política pertenece al ámbito de las ideas y no al de los afectos personales. Y que romper la convivencia en nombre de una supuesta superioridad moral suele ser una coartada, no un principio.
Comportarse como adultos
Tal vez esta Nochebuena sea un buen momento para dejar el victimismo fuera, brindar con quien no piensa como usted y recordar que la madurez consiste, en buena medida, en gestionar la diferencia sin dramatizarla. La violencia política y la indignación rentable pueden esperar. Sin público, se marchitan solas.
Mientras tanto, siéntese a la mesa esta noche. Hable de lo que quiera. Escuche si puede. Y no se sienta culpable por convivir. En los tiempos que corren, comportarse como un adulto ya es casi un acto de rebeldía.
Feliz Nochebuena a todos.