Si hay una rama del arte en la que la inspiración y la perfección de la obra humana alcanzan cimas asombrosas, es, sin duda, la visual y, concretamente, la pictórica. Nunca he podido contemplar los frescos de la Capilla Sixtina o el retrato de la Infanta Margarita de Austria vestida de plata de Velázquez o el de Lady Agnew de Lochnaw de Sargent, sin que se me humedecieran los ojos y me invadiera un síndrome que, si no es el de Stendhal, se le asemeja mucho, por citar tres ejemplos que mientras escribía estas líneas me han venido a la mente sin llamarlos, como tres relámpagos. El hecho de que hay personas que consideran que un buen método para salvar el planeta, oponerse a las armas nucleares o luchar contra la contaminación de los océanos, consiste en emborronar con spray coloreado semejantes piezas maestras es un fenómeno que siempre me ha conducido a la reflexión. Aunque parezca que tales salvajadas no guardan relación con la situación actual de España, yo sí se la veo, si bien mi reflexión en este contexto será más psicológica que política. Yo soy un decidido partidario de medidas medioambientales que preserven las grandes riquezas naturales del globo sin que ese propósito obligue a gente en estado de precariedad a mantenerse en la pobreza. También estoy a favor del Tratado de No Proliferación, siempre que no incluya un pacifismo unilateral y suicida y, por supuesto, soy un firme convencido de la urgencia y la necesidad de trabajar para que nuestros mares no sean un vertedero. Hasta aquí, todos de acuerdo, espero.
Esos representantes batasunos de flequillo cortado con hacha de sílex, camisetas estragadas difusoras de eslóganes siniestros y aspecto entre desaseado y patibulario, rechazan explícitamente todo lo que sea hermoso, elegante o refinado
Sin embargo, dado que la destrucción de la tela de la dama de sonrisa más insondable o de El dormitorio en Arlés no añadirán ningún bien y causarán un mal enorme sin contribuir para nada a sus supuestos benéficos fines, no nos encontramos ante una acción con un objetivo, sino ante una pulsión irrefrenable. Este impulso repugnante y maligno es el opuesto al síndrome de Stendhal que yo antes evocaba y lo podríamos denominar el anti-síndrome de Stendhal y anida desde que la cabeza de la princesa de Lamballe fue paseada clavada en una pica en el Paris revolucionario en lo más profundo del cerebro límbico de la extrema izquierda, siendo, en realidad, una de sus características más definidoras y peligrosas. Cuando Pablo Iglesias, hoy sesgado comentarista televisivo, se presentaba ante el Rey en mangas de camisa, adornado con una ridícula coleta y calzado deportivo para cumplir el trámite de las consultas regias antes de la investidura, procedía así bajo la influencia del anti-síndrome de Stendhal, ansioso por rebajar y ensuciar un rito solemne y de alto significado. Igualmente, esos representantes batasunos de flequillo cortado con hacha de sílex, camisetas estragadas difusoras de eslóganes siniestros y aspecto entre desaseado y patibulario, rechazan explícitamente todo lo que sea hermoso, elegante o refinado.
Se suelen citar, y con razón, la voracidad fiscal generadora de desempleo y miseria, las maniobras totalitarias para liquidar el imperio de la ley, camino seguro al caos y a la servidumbre de la ciudadanía, el sectarismo despiadado y revanchista, incapaz de ver al adversario electoral en otra forma que no sea la de enemigo irreconciliable al que marginar socialmente o liquidar físicamente, la simpatía irrefrenable por todas las malas causas internacionales, el yihadismo asesino, el cesarismo putinista o el Foro de Sao Paolo o el odio a cualquier religión trascendente, como notas distintivas de la extrema izquierda, esa plaga insaciable que devora países y pueblos, sembrando de sal los campos que antes ha convertido en yermos.
Este es el motivo principal por el que yo, ni siquiera en mi primera juventud, fui nunca de extrema izquierda, porque siempre sus ideas, sus ceremonias, sus reivindicaciones y sus mentiras, me parecieron una fétida ordinariez
Pese a la verdad de todo ello, creo que la arista más dañina y cortante de una ideología que ha causado tantos destrozos, ha cavado tantas tumbas y ha cercenado tantas esperanzas, radica en su desagradable fealdad, en su declarada incompatibilidad con los elementos que convierten nuestra existencia en un extraordinario acceso a lo que nos regala hermosura, nobleza, orden, eufonía, euritmia, exquisitez y señorío. La escena del gañán Óscar Puente subiendo a la tribuna del Congreso con la zafia misión de embarrar, calumniar, degradar y manchar la figura de un caballero aseado y cortés como el actual líder de la oposición, acompañando estas vilezas con un estilo a medio camino entre el chulo de casa de lenocinio y el matón de banda gansteril, nos ofrece la imagen más reveladora de lo que nos espera en esta nueva legislatura encabezada por Pedro Sánchez. Este es el motivo principal por el que yo, ni siquiera en mi primera juventud, fui nunca de extrema izquierda, porque siempre sus ideas, sus ceremonias, sus reivindicaciones y sus mentiras, me parecieron una fétida ordinariez. Nuestra juventud ha de aprender que los aspectos más aterradores de la política no se dan, pues, en el terreno institucional, económico o jurídico, sino en el estético.