«Cuando el judío escribe en alemán, miente». Este era el mensaje de un cartel colgado en las universidades alemanas en los años treinta del siglo pasado. Un eficaz eslogan adoctrinador que iba calando entre las generaciones más jóvenes.
Sabían ya los nazis que para justificar la aniquilación de los judíos primero había que aniquilar su humanidad en la conciencia de sus compatriotas. Y parte de ese proceso consistía en expulsarlos del uso del lenguaje.
Ese es el manual que siguen ahora los talibanes en Afganistán, donde acaban de prohibir que la voz de una mujer sea escuchada en público.
Esgrimen los talibanes argumentos que son peligrosamente parecidos a los que se defienden desde ciertas posturas progres. Que esa es su cultura. Y que hay que respetarla, claro. Y así imponen esta muerte en vida a las mujeres desde su Ministerio para la Propagación de la Virtud y la Prevención del Vicio.
Una de las acepciones de la palabra virtud que recoge la RAE es la de la «disposición de la persona para obrar de acuerdo con determinados proyectos ideales como el bien, la verdad, la justicia y la belleza».
Pocas veces fueron más aberrantes las consecuencias de la perversión de una palabra.
La próxima vez que, desde nuestra complaciente atalaya occidental, nos sintamos tentados de defender el derecho de una cultura a taparle la cara a una mujer, recordemos que ese respeto a la diversidad será la antesala de taparle la boca. Y, luego, de lapidarla.
«¿Hay algún instrumento más eficaz que la lengua para asegurar la existencia de un grupo?», dice Joseph Vendryes, a quien recuerda Salinas en su libro.
Los grupos clandestinos de mujeres en Afganistán que se resisten a la prohibición de educar a las niñas son la respuesta a esa pregunta. La educación echa raíces en el lenguaje, en la libertad de expresarse. Y gracias a la voz de ese lenguaje, pervive la lucha de la mujer afgana.
Por eso, lo que cometen los talibanes con sus leyes contra la mujer es un genocidio sin cadáveres. Un apartheid dirigido a erradicar a las mujeres y a despojarlas de todo lo que pueda recordar que son seres humanos.
¿Existe una comunidad internacional que asuma la responsabilidad de denunciar efectivamente este genocidio? ¿Dónde están esas instituciones que se han erigido como defensoras de la mujer en el mundo libre?
Los talibanes crean una ley que prohíbe el sonido de la voz de mujer por ser una «falta contra la modestia» https://t.co/ruwX36uJSs
— EL ESPAÑOL (@elespanolcom) August 23, 2024
En el reciente Foro de Doha sobre el futuro de Afganistán, la ONU permitió la presencia de los talibanes y aceptó su exigencia de que no participaran las mujeres afganas.
Hay pragmatismos que matan. Y otros que no te dejan vivir.
Cuando la deportista Manizha Talash, primera bailarina de breakdance afgana en los Juegos Olímpicos, mostró una bandera con el mensaje Free Afghan Women fue descalificada por ir contra las normas del Comité Olímpico que prohíben los mensajes políticos.
Los talibanes prohibieron el deporte femenino cuando tomaron el poder. En 2021, decapitaron a Mahjabin Hakimi, jugadora afgana de la selección nacional júnior de voleibol. Mientras tanto, en Occidente nos permitimos el lujo de actuar como un burócrata que se encoge de hombros y te dice «lo siento, no podemos hacer excepciones».
Que, tras tres años de gobierno, los talibanes no teman las represalias de la comunidad internacional por someter a sus mujeres a la tiranía del hombre es un auténtico fracaso de Occidente. Es la exhibición pornográfica de su hipocresía.
Las silencian ahora porque saben que ya no las escuchamos.