IGNACIO SÁNCHEZ-CUENCA-El PAÍS
- Los sucesos de Cataluña en 2017 no tuvieron nada que ver con un golpe de Estado. Ante una crisis territorial profunda, la respuesta no puede ser el espionaje masivo de los rivales políticos, sea legal o no
En su comparecencia en la sesión de control del Congreso el pasado 27 de abril, la ministra de Defensa, Margarita Robles, planteó esta cuestión: “¿Qué tiene que hacer un Estado, un Gobierno, cuando alguien vulnera la Constitución, cuando alguien declara la independencia, corta las vías públicas, cuando realiza desórdenes públicos, cuando alguien está teniendo relaciones con dirigentes políticos de un país que está invadiendo Ucrania?”.
Estas palabras se pronunciaron en medio de la refriega parlamentaria sobre el espionaje a los líderes independentistas de Cataluña. La ministra dijo muchas más cosas, pero me gustaría centrarme en su pregunta. Tengo la impresión de que Robles, al lanzar esta cuestión, pensó que estaba empleando la figura de la “interrogación retórica”, es decir, una presunta interrogación que, por la forma misma en que se plantea, descarta una de las opciones de respuesta. Robles dio a entender que si se produce un “desafío” secesionista, la respuesta más lógica consiste en poner en marcha todos los recursos del Estado para impedirlo, incluyendo el espionaje de los líderes “sediciosos” que quieren acabar con el orden constitucional.
Esta forma de entender la crisis catalana de 2017 es deudora de una tesis que se hizo muy popular en su día, sobre todo en la derecha, según la cual lo sucedido en aquel año fue un intento golpe de Estado. Ante un intento de golpe, nada más adecuado que utilizar los servicios de inteligencia para identificar la trama golpista, los miembros que la componen y los planes de la operación. Lo mismo se hizo en los años setenta y ochenta cuando el peligro de golpe era bien real en la incipiente democracia española. Todavía en 1985, el Centro Superior de Información de la defensa (CESID, hoy Centro Nacional de Inteligencia, CNI) desmanteló una trama golpista que pretendía crear un vacío de poder (que sería aprovechado por el Ejército) asesinando a las principales autoridades del Estado mediante la explosión de una bomba debajo de la tribuna de autoridades en el desfile del Día de las Fuerzas Armadas.
En realidad, la crisis constitucional catalana no tuvo nada que ver con un golpe de Estado; de ahí que resulte tan cuestionable el espionaje masivo a rivales políticos independentistas. Los golpes del Estado los protagoniza el Ejército, o se realizan con el apoyo tácito o explícito del Ejército, y siempre se llevan a cabo en secreto, no se anuncian. En el caso de Cataluña, sin embargo, lo sucedido a lo largo de los meses de septiembre y octubre de 2017 fueron actos políticos que se anunciaron con antelación (y en los que nunca hubo ni violencia ni amenaza de la misma). Los líderes hablaron largo y tendido de sus objetivos y de la manera en que iban a actuar para lograrlos. No hubo engaño de ningún tipo. El referéndum del 1 de octubre era un compromiso electoral de la coalición Junts pel Sí en las elecciones autonómicas de 2015. Recuérdese que la coalición se autoimpuso un plazo de 18 meses para llevar a cabo el referéndum. Para darle una apariencia de legalidad al mismo, el Parlamento catalán aprobó en el mes de septiembre de 2017 las leyes de referéndum y de transición a la República. Todo lo que sucedió en el tiempo transcurrido entre el 1-O y la aplicación del artículo 155 suspendiendo la autonomía catalana fue también público. No hubo un componente secreto (salvo la ocultación de las urnas, que, por cierto, los espías no consiguieron encontrar).
En realidad, el espionaje y la guerra sucia fueron las únicas respuestas del Gobierno del Partido Popular a las demandas de las autoridades catalanas entre 2011 y 2017. Sendas comisiones de investigación en el Congreso de los Diputados y el Parlamento catalán documentaron las operaciones clandestinas organizadas desde el Ministerio de Interior de Jorge Fernández Díaz, financiadas con fondos reservados, para airear trapos sucios de los políticos independentistas (Podemos fue objeto de una operación similar con el Informe Pisa). A todo esto se le acabó llamando Operación Cataluña y el comisario José Manuel Villarejo tuvo una participación destacada en la misma. La información obtenida ilícitamente por el Ministerio de Interior del Gobierno Rajoy luego se distribuía entre periodistas afines para crear escándalo y destruir así la reputación de los políticos independentistas.
Todo esto, debería recordar la ministra, ocurrió años antes de que los partidos independentistas desobedecieran la Constitución, declararan la independencia u organizaran disturbios públicos. Fue una de las páginas más negras del sistema democrático y el Estado de derecho en España. El espionaje comenzó antes de la crisis del otoño de 2017, con el Gobierno de Rajoy, y, al parecer, se mantuvo durante el Gobierno de la coalición de izquierdas al menos hasta 2020.
El independentismo creció con fuerza durante los primeros años de la década anterior. Los representantes del independentismo pidieron en innumerables ocasiones negociar con el Gobierno de España. Demandaron un pacto fiscal, así como competencias para poder celebrar una consulta legal en Cataluña. El Gobierno de Mariano Rajoy, sin embargo, hizo oídos sordos y dejó pudrir el problema hasta que acabó estallando. No quiso darse por enterado del problema político que suponía que más de un 40% de la sociedad catalana optase por la independencia. En lugar de sentarse a debatir y negociar, el Ejecutivo de Rajoy puso en marcha operaciones ilegales contra los políticos independentistas.
Todo esto debería haber cambiado con la llegada de Pedro Sánchez al poder en junio de 2018. Y, de hecho, la gestión de Sánchez ha sido muy distinta a la de su antecesor. Ha procurado reducir la tensión territorial y evitar la confrontación como única solución. Su medida más valiente, que le ha supuesto un importante coste político, fue el indulto de los líderes independentistas el 2 de junio de 2021. A continuación, se constituyó la mesa de diálogo y, en el seno de la misma, se produjo una reunión entre Sánchez y el presidente de Cataluña, Pere Aragonès. Es cierto que la mesa apenas ha avanzado, pero es el único asidero institucional al que podemos agarrarnos en este momento para buscar algún tipo de salida negociada.
En este contexto, no tiene sentido ni la reacción ni el tono de la ministra Robles. Incluso si el espionaje practicado a lo largo del Gobierno de Sánchez hubiera tenido cobertura legal, lo que será preciso que comprueben las fuerzas políticas, resulta del todo contradictorio pretender una solución negociada con políticos a la vez que se les espía de forma masiva. Por eso es tan importante que el Gobierno explique con detalle hasta cuándo se prolongó el espionaje (iniciado en tiempos del PP) y cómo se decidió acabar con esta práctica que, al margen de los legalismos en los que le gusta arroparse a la ministra, ofende en lo más profundo los principios democráticos.
Volviendo a la pregunta original, qué tiene que hacer un Estado ante una crisis territorial profunda, la respuesta no puede ser el espionaje masivo de los rivales políticos, sea legal o no. Así no resuelven los conflictos en una democracia. Es cierto que hubo disturbios graves tras la sentencia del Tribunal Supremo de octubre de 2019, pero la crisis catalana no ha sido un problema de seguridad u orden público, sino una crisis constitucional. Se trata de un problema político que debe resolverse políticamente.