ABC 11/04/14
IGNACIO CAMACHO
· El nacionalismo ya no quiere otra financiación, ni otras competencias, ni otros poderes. Quiere otro país. Otro Estado
No están hablando el mismo idioma, por más que los nacionalistas catalanes se expresen en castellano. No se trata de un problema de significantes o de palabras sino de conceptos, en concreto de los de negociación y diálogo. Existe un desencuentro esencial, de fondo: el nacionalismo ha formulado una premisa mayor y sólo está dispuesto a negociar las menores. Con un referéndum de autodeterminación sobre la mesa pretende dialogar… sobre las condiciones de ese referéndum. Cuando los «moderados» de CiU –curiosa moderación la suya– hablan de una salida se refieren a un modo más o menos aceptable de organizar la consulta que han comprometido con su clientela. Una votación que les permita salvar la cara. Pero aunque el Estado se aviniese, que no se avendrá, esa solución de circunstancias ya no satisfaría a los soberanistas radicales que han creado un clima de excitación social basado en la mitología de la independencia.
En otra atmósfera, en otro escenario de mayor lealtad y menos intransigencia nacionalista, la política podría encontrar vías de acuerdo. Por ejemplo, una norma nacional de referendos similar a la que permitió a los andaluces votar su techo autonómico en 1980. (Con un requisito mínimo del 51 por ciento ¡¡del censo!! en cada provincia). O una Ley de Claridad al modo canadiense que zanjase la cuestión por veinte años. Incluso una reforma del Estatuto de Autonomía con la consiguiente ratificación en las urnas. Ahora no caben, sin embargo, soluciones de consenso porque CiU ha dejado de ser el partido hegemónico, porque Mas va arrastrado por una oleada de crecido independentismo que ya no tiene otro horizonte que la secesión ni otro proyecto que la ruptura; un designio obcecado al que sus iluminados arúspices están dispuestos a sacrificar incluso la cohesión civil de la propia Cataluña. Lo llaman el camino sin retorno. Y España puede hacer cualquier cosa menos asfaltar ese camino.
Ya no sirve tampoco el modelo federal que propone el PSOE, una fórmula que nunca ha gustado al nacionalismo porque significa «cerrar» el Estado, definir en la Constitución el reparto territorial definitivo de funciones e impedir la clásica escalada reivindicativa de autogobierno, la independencia a plazos. La única reforma constitucional que aceptarían negociar los soberanistas sería la que afectase al sujeto de la soberanía. Es decir, a la estructura y a la definición misma de la nación de ciudadanos. No vale engañarse con paliativos apaciguadores. En este momento de eclosión emancipadora los promotores de la secesión no se conforman con medias tintas. No quieren otras competencias, ni otros privilegios, ni otros poderes, ni otra financiación. Quieren otro país, otro Estado. Convertir de golpe en extranjeros a sus actuales compatriotas Y eso es lo único que España no les puede ofrecer: la autodisolución de sí misma.