LIBERTAD DIGITAL 29/08/16
JOSÉ GARCÍA DOMÍNGUEZ
Que el Día de la Marmota se haya institucionalizado un 30 de agosto, con las audiencias televisivas ocupadas en hacer las maletas a toda prisa para volver al tajo, constituye la prueba más evidente de que el postulante Rajoy resulta ser el primero que no se toma ni medio en serio lo de la investidura. Porque si hay una obsesión que compartan los bregados tahúres profesionales de la vieja política y esos recién llegados, los meritorios aficionados al póker de la que se dice nueva, es la casi patológica fijación por el impacto mediático de cada uno de sus movimientos escénicos. En eso nada distingue a los viejos de los nuevos. Unos y otros, todos, se agitan pendientes del último canutazo como si en ello les fuese la vida misma. Para esa gente, el share de una aparición en El Hormiguero es más importante, pero mucho más, que la Declaración Universal de los Derechos Humanos, la Convención de Ginebra y el Tratado de Roma juntos. Me ven en la tele, luego existo. He ahí el nada cartesiano imperativo por el que se rigen sin excepción.
Por eso, si Rajoy ha elegido con sumo cuidado las dos jornadas llamadas a acumular las menores audiencias televisivas del año es porque da por descontada a priori la inanidad del empeño. Aunque él se lo puede permitir. A fin de cuentas, Rajoy encarna el exponente último de una élite funcionarial que lleva gobernando España desde hace más de dos siglos largos con apenas algún paréntesis testimonial. No es que ellos controlen el Estado, es que ellos son el Estado. Caso bien distinto al de Ciudadanos, sigla instrumental a la que se aferraron todos esos votantes jóvenes que tuvieron la fortuna de no perder su plaza en el ascensor social cuando estalló la Segunda Gran Depresión, allá por 2008. Al cabo, la genuina diferencia entre la clientela de Podemos y la de Ciudadanos es haber encontrado un hueco o no en la cabina de ese ascensor antes de que las puertas se cerrasen por espacio de una generación, quizá más aún. Y es precisamente ese rasgo común, el de clavo ardiendo instrumental, lo que hipoteca el devenir de los emergentes, tanto el de Ciudadanos como el de Podemos.
Porque no existe, claro que no, la nueva política, simple humo de gabinetes de comunicación, pero lo que sí existe es una muy real fractura generacional en las bases sociológicas de izquierda y derecha. De ahí que Ciudadanos se vea obligado a conciliar el difícil equilibrio entre la vocación de partido del establishment con una muy medida gestualidad iconoclasta que no lo distancie de esa irritación generacional, que constituye su principal granero de votos. Al respecto, la sangría de apoyos que sufrió en junio procedía, es evidente, de su flanco derecho. Esas fugas fueron el precio de la frustrada entente con el PSOE. Pero es que un nuevo matrimonio de conveniencia frustrado, el de ahora mismo con los liberal-conservadores, tampoco saldrá gratis. El riesgo de padecer un segundo derrame en las urnas, esta vez por el lado progresista, remite a algo más que una mera hipótesis de trabajo. Por no hablar, claro, de lo que va a pasar en cuanto el PSOE anuncie el veto personal a Rajoy como precio de su abstención. Algo, el jaque mate al gallego, que los viejos tahúres de la política vieja ven venir de lejos. Pero de muy lejos.