Por encargo del Centro Memorial de las Víctimas del Terrorismo, en su sondeo de octubre de 2017 el Euskobarómetro incluyó una pregunta inédita: ¿Quién fue la primera víctima mortal de ETA? Solo acertó el 1,2% de las seiscientas personas encuestadas. Casi el 20% dio una respuesta errónea. El resto reconoció que no lo sabía. Tal desconocimiento resulta tan preocupante como otra revelación del mismo estudio: el 44% de los ciudadanos vascos quiere pasar página, como si el terrorismo nunca hubiese existido.
El superviviente del holocausto Primo Levi escribió que “lo sucedido puede volver a suceder, las consciencias pueden ser seducidas y obnubiladas de nuevo: las nuestras también”. Por eso es tan necesario leer todas las páginas en voz alta, empezando por la del asesinato fundacional de ETA, del que ahora se cumple el 50º aniversario. Es la mejor vacuna contra el odio.
El dirigente etarra Juan José Etxabe confesó que él había visto la “necesidad” de emplear la violencia “desde un principio”. No fue el único. Exceptuando alguna crisis pasajera y su inactividad desde 2011, la organización siempre ha apostado por la “lucha armada”. Apenas había pasado un año desde su nacimiento, acontecido a finales de 1958, cuando ETA puso artefactos explosivos en el Gobierno Civil de Vitoria, en un periódico de Santander y en una comisaría de Bilbao. El Libro blanco establecía que “la liberación de manos de nuestros opresores requiere el empleo de armas cuyo uso particular es reprobable” (1960).
El 27 de junio de 1960 una bomba acabó con la vida de la niña Begoña Urroz en la estación de tren de Amara (San Sebastián). A menudo se ha afirmado que ETA estuvo detrás, pero las pruebas lo desmienten. Aquella explosión, que formaba parte de una cadena producida en el norte de España, tuvo el sello del DRIL, Directorio Revolucionario Ibérico de Liberación. Se trataba de un grupo hispanoluso antifranquista y antisalazarista que ya había realizado atentados similares en los meses anteriores. Hay poco lugar para la duda. Por un lado, ni siquiera en su documentación interna ETA reconoció como suyas las bombas de junio de 1960. Por otro, la Brigada de Investigación Social responsabilizó al DRIL. Por último, como recogió el diario El Nacional (Caracas), el propio Directorio se las atribuyó públicamente. En definitiva, Begoña Urroz fue víctima del terrorismo, pero no de ETA.
Entre 1967 y 1968, ETA se embarcó en una oleada frenética de robos, atentados y refriegas
En 1960 la banda todavía no estaba preparada para cometer asesinatos, aunque continuó dando pasos en la senda de la violencia. En julio de 1961 los etarras intentaron hacer descarrilar un tren de veteranos requetés guipuzcoanos que habían acudido a San Sebastián a conmemorar el 25º aniversario del Alzamiento. No lo lograron. En diciembre de 1963 propinaron una paliza al maestro de un pueblo. En junio de 1965 varios activistas atacaron a dos guardias civiles que les habían detenido. Dejaron inconsciente a un agente, al que habían golpeado con una piedra. Más tarde, en su IV Asamblea, ETA aprobó la estrategia de acción-reacción: provocar, mediante atentados, una represión desproporcionada por parte de la dictadura. La debía sufrir el conjunto de la sociedad vasca, que así se uniría a la “guerra revolucionaria” en pro de la independencia de Euskadi. En septiembre de 1965 un comando realizó el primer atraco a mano armada. Un fiasco: el botín ascendió a 2,75 pesetas.
Entre 1967 y 1968, ETA se embarcó en una dinámica frenética de robos, atentados y refriegas con las Fuerzas de Orden Público. El grupo ya tenía liberados, dinero, explosivo, armas y voluntad para utilizarlas. Su manifiesto con motivo del Aberri Eguna, redactado por Javier Echebarrieta (Txabi), avisaba de que “para nadie es un secreto que difícilmente saldremos de 1968 sin algún muerto”. Se trató de una profecía autocumplida. El 2 de junio de 1968 la dirección de ETA tomó la decisión de empezar a matar. Y el 7 de junio, hace medio siglo, causó su primera víctima mortal.
Ese día dos jóvenes miembros de ETA, Txabi Echebarrieta e Iñaki Sarasketa, se dirigían en un Seat 850 robado a Beasain por la carretera Madrid-Irún. Ambos iban armados. Debido a unas obras en un puente de la Nacional I, tuvieron que coger un desvío que pasaba por la localidad de Aduna. Allí se encontraban regulando el tráfico los guardias civiles Félix de Diego y José Antonio Pardines. Sobre las 17:30 el automóvil de Echebarrieta y Sarasketa pasó por delante de Pardines, quien los siguió en su motocicleta y les hizo señas. El Seat se detuvo a la altura del kilómetro 446,5, junto a la yesería Izaguirre. El agente pidió el permiso de circulación. Con él en la mano derecha, pudo comprobar que los datos no coincidían con el número del bastidor. Expresó su extrañeza en voz alta. Fueron sus últimas palabras antes de ser asesinado. Recibió cinco tiros en el torso. Las pruebas indican que tres balas salieron de la pistola de Echebarrieta y dos de la de Sarasketa, pero él jamás admitió haber disparado.
Pardines era un guardia civil de 25 años que se iba a casar con una joven de San Sebastián
Un camionero navarro, Fermín Garcés, intentó retener a los etarras, pero, tras amenazarlo, huyeron en su automóvil. Buscaron refugio en Tolosa, en la casa de un colaborador. Después de un par de horas, los miembros de ETA le pidieron que los trasladase en su coche. En el cruce de la carretera N-I con la comarcal Tolosa-Azpeitia, en el punto conocido como Benta-Haundi, les paró una pareja de la Guardia Civil. Se produjo un tiroteo, en el que murió Echebarrieta.
La primera víctima de ETA se llamaba José Antonio Pardines Arcay. Se trataba de un joven de 25 años, natural de Malpica de Bergantiños (La Coruña), apasionado del fútbol y las motocicletas. Hijo y nieto de guardias civiles, en su hoja de servicios consta que llevaba poco más de un lustro sirviendo en el cuerpo. Había pasado por Barcelona y Asturias. Después de especializarse como motorista, fue trasladado a San Sebastián. Allí conoció a una chica, Emilia, con la que tenía previsto casarse. No lo hizo. ETA le rompió la vida.
En palabras de José María Garmendia, el 7 de junio de 1968 “cambió la historia del País Vasco para siempre”. El crimen marcó el comienzo de la espiral terrorista de ETA, que arroja un saldo trágico: 853 víctimas mortales y casi 2.600 heridos, sin contar a los amenazados, exiliados, extorsionados y damnificados económicamente. Todos ellos forman parte de nuestro pasado reciente. Para evitar que sean olvidados o borrados de la historia, contamos con el Centro Memorial de las Víctimas del Terrorismo.
Gaizka Fernández Soldevilla es historiador y ha coordinado, junto a Florencio Domínguez, Pardines. Cuando ETA empezó a matar (Tecnos, 2018).