Editorial, LA VANGUARDIA, 22/6/11
INDIGNACIÓN multitudinaria. Con este titular dábamos cuenta el lunes de la manifestación que el domingo congregó en las calles de Barcelona a unas cien mil personas. Fue esta manifestación barcelonesa la más concurrida de cuantas se desarrollaron en medio centenar de ciudades españolas, aventadas todas ellas por una situación económica que reserva un sombrío futuro a una parte significativa de la población, especialmente los más jóvenes.
El malestar está justificado. España vive una de las situaciones más comprometidas de los últimos cincuenta años. Por primera vez en décadas, la perspectiva apunta al decrecimiento crónico. El Estado está viendo seriamente mermados sus ingresos, hay dificultades para hallar financiación en el exterior, muchas familias y empresas están endeudadas –en muchos casos, severamente endeudadas–, el crédito no fluye y la capacidad de competición del país en la nueva división internacional del trabajo se ha deteriorado durante el último decenio. España sufre una grave crisis económica y el presidente del Gobierno no ha explicado la verdad a los ciudadanos. Primero, negó la crisis; después la minimizó; después dijo que había suficiente colchón financiero para resistirla; después –forzado por Alemania y Francia, por la presidencia de Estados Unidos y por el Partido Comunista Chino– decidió un radical cambio de rumbo para atajar el déficit galopante; después entrevió brotes verdes que no existían; después auguró paréntesis que no se acaban; después tuvo que anunciar que no se presentará a las próximas elecciones generales, y después –es decir, ahora– instaló el país en la más absoluta confusión y desconcierto en el marco de una alarmante crisis sistémica del euro.
La paciente sociedad española ha entrado finalmente en desazón y una parte de ella ha salido a la calle a protestar. Y esa protesta debe ser respetada.
Los embates de la crisis están poniendo a mucha gente contra las cuerdas. Vienen tiempos difíciles. Por ello es muy importante tener las ideas claras y no flojear en las convicciones democráticas, puesto que no es la primera vez que España y Catalunya viven una grave situación de crisis. A finales de los años setenta, el deterioro de la economía estuvo a punto de echar por la borda la democratización del país. Y la sociedad supo reaccionar de manera inteligente. Ese mismo temple hace falta ahora. Quizá más, porque el desengaño es mayor. En primer lugar, es necesario ser inflexibles ante la demagogia y el oportunismo. En las actuales circunstacias, no hay milagros, ni atajos, ni trampas. De la crisis saldremos con esfuerzo, talento, capacidad de sacrificio, sentido de la equidad y respeto a la democracia parlamentaria. En este sentido, el ataque sufrido la semana pasada por el Parlament de Catalunya es del todo inadmisible y no puede ser despachado como un asunto menor. Más allá del acierto o desacierto de la policía catalana –cuyos fallos debieran ser objeto de examen–, hay actitudes ideológicas, morales y mediáticas que deben ser sometidas al pensamiento crítico. Ese pensamiento que siempre ha caracterizado a la intelectualidad catalana. Sería un grave error emitir señales de debilidad ante los incívicos y los demagogos de la antipolítica. El 15 de junio no fue una anécdota.
A partir de ahí, todo el respeto por la protesta pacífica. Hay que celebrar la rectificación del pasado domingo. El desaliento debe ser escuchado por el conjunto de la sociedad; el oportunismo, y la antipolítica, no.
Editorial, LA VANGUARDIA, 22/6/11