JUAN CARLOS GIRAUTA-EL DEBATE
  • Bastó con que nos gobernara un tipo sin escrúpulos para que la democracia fuera derrotada, premiada la canalla golpista y acorralados y linchados los defensores de la ley
Necesitamos una democracia militante, una donde reconocer «la indisoluble unidad de la nación española» como fundamento de la Constitución conlleve la proscripción de los partidos separatistas. Una donde no nos engañemos, donde no hagamos ver que creemos en la lealtad de Bildu, Junts o ERC. Si la unidad de España es sagrada civilmente (y acaso más allá), puesto que es la roca sobre la que se levanta la norma suprema, entonces los secesionismos deberían abandonar toda esperanza. Podrá este o aquel secesionista manifestar su opinión en ejercicio de su libertad. Faltaría más. Pero permitir la existencia de organizaciones cuyo fin es la voladura de la roca no tiene sentido. Pruébenlo en Francia. Ah, que Francia no tiene nada que ver con la democracia liberal. Ya. Sé que por adocenamiento y por costumbre se considerará imposible la propuesta, pero les invito a pensar en la dinámica de nuestro sistema, tan tolerante con quien persigue su voladura como amenazante con quienes queremos impedirla.
La dinámica: el nacionalismo (ya todo separatista, como vociferamos algunos antaño en el desierto) siempre estará insatisfecho. Por definición. Su objetivo existencial no puede alcanzarse en el marco de la Constitución. Los dos partidos sistémicos han tratado de complacerle inútilmente transfiriendo o delegando una serie inacabable de competencias. Pero nunca será suficiente. A ello se une la periódica necesidad del voto secesionista en el Congreso. Con lo fácil que era poner un umbral electoral nacional, cobardes. En esos períodos se consolida un chorro de competencias nuevo que, desbordando el normal ejercicio de la descentralización, desemboca necesariamente en un vaciado del Estado, en una paulatina cesión de la soberanía.
Por desgracia, hemos asistido en los últimos años al paso siguiente. La dinámica prosigue con exigencias que, de repente, el Estado no cede. Es el «concierto a la vasca» que fue a exigir Artur Mas a Mariano Rajoy. Su negativa la aprovecharon para iniciar la demanda de un «Estado propio», incendiando la sociedad civil –que entonces no era más que la enorme red clientelar de una cleptocracia– y poniendo a la unánime prensa catalana al servicio de la estrategia del choque. El resto lo conocemos. El procés acabó en golpe de Estado: en declaración de independencia, en sedición, en malversación de caudales públicos, en alianzas con Putin, en terrorismo callejero organizado, en imposible convivencia entre catalanes, entre compañeros, entre familiares.
Tras el 155 y los juicios cabía afirmar, como se apresuraron a hacer los que solo aciertan demasiado tarde, que el sistema funcionaba, que los separatistas habían perdido. Ello avalaría la viabilidad de una democracia no militante en España, una que puede mimar sin peligro a sus enemigos organizados. Pues no. Bastó con que nos gobernara un tipo sin escrúpulos para que la democracia fuera derrotada, premiada la canalla golpista y acorralados y linchados los defensores de la ley. La nación no se ha roto (no escribo «aún» porque no sucederá) pero esta democracia está comatosa. Habrá que sanarla, volver a erigirla, legitimarla. Y solo podrá ser militante.