El Correo-LUIS HARANBURU ALTUNA

Cataluña se ha convertido en ejemplo palmario de quiebra política debido a la preeminencia de la pulsión nacional sobre el patriotismo real de quienes desean la pervivencia de lo ya existente

La política como ciencia carece del rigor y la precisión de otras disciplinas y se nutre de préstamos conceptuales de otros ámbitos. La política debe a la teología, la biología o el psicoanálisis muchos de sus términos, que no siempre utiliza de modo correcto. La palabra ‘pulsión’ se ha entronizado, recientemente, en el vocabulario político, pero su uso no está exento de equívocos. El dirigente peneuvista Joseba Egibar, por ejemplo, ha declarado recientemente que «en Euskadi, como en Cataluña, hay una pulsión para una nueva relación con España», y uno se pregunta qué habrá querido decir el político abertzale con tan críptica apreciación.

La palabra ‘pulsión’ se la debemos a Sigmund Freud, que con ese término trató de definir la fuerza que impulsa a llevar a cabo una acción con el fin de satisfacer una tensión interna, principalmente de tipo sexual. Pero el término ‘pulsión’ posee también un significado más fundamental cuando se habla de la ‘pulsión de vida’, cuya finalidad es la autoconservación humana. En este sentido Baruch Spinoza utilizó en el siglo XVII el concepto equivalente de ‘connatus’ para referirse al impulso que nos anima a pervivir. En nuestros días, Jacques Lacan sofisticó más aún el significado de la pulsión al referirse a pulsiones ‘escópicas e invocantes’. Pero volviendo a la afirmación de Egibar de que Cataluña y Euskadi tienen una pulsión, de nada sirven las invocaciones a Freud, Spinoza o Lacan porque se está utilizando el término como metáfora política, desbordando su significado original. Solo echando mano del contexto es posible aclarar el significado preciso de lo que la palabra pulsión significa en boca de Egibar. Pulsión equivale a deseo, y por lo tanto, de lo que se está hablando es de Cataluña y Euskadi que desean replantearse su relación con España. Acabáramos.

Ya en su madurez Sigmund Freud avanzó gracias a su discípula Sabina Spielrein en la descripción de las pulsiones y habló de la pulsión de vida y de la pulsión de muerte. La pulsión de muerte no sería sino la distorsión de la pulsión de vida y se manifestaría mediante la violencia y la destrucción. Cuando los nacionalistas hablan de pulsiones no se sabe muy bien si se refieren a la pulsión de vida o a la de muerte, puesto que suelen confundir ambas al intentar plasmar su deseo. Cuando los nacionalistas hablan de ‘crecer como pueblo’ o de ‘construir la nación’ se están refiriendo a un deseo o pulsión que requiere de la muerte de lo realmente dado y existente para crear una nueva realidad que colme su apetito.

En este sentido, todo nacionalismo pretende destruir el ‘statu quo’ para construir una nación soñada acorde con su pulsión de vida. Vida que no puede existir, según ellos, sin que lo dado y factual perezca y se destruya. Es por ello que para el nacionalismo la política empieza y acaba en la ‘construcción nacional’. Todas sus políticas se guían por el principio de ‘crecer como nación’. La persona, el individuo, pasa a un segundo plano en beneficio del pueblo o nación que prevalece sobre las personas. La pulsión nacional requiere que las pulsiones individuales de felicidad, vida y libertad pasen a segundo término. Cuando el nacionalismo habla de derechos históricos o de la prevalencia de una legitimidad previa, se está refiriendo a la existencia de una pulsión nacional que no data y es, además, inefable. Una pulsión ancestral que solo la sienten quienes poseen el acervo étnico e identitario que confiere una determinada lengua o la pertenencia a una comunidad de creyentes.

La única nación democrática es la que ya existe y se articula mediante pactos, casi siempre, tácitos e implícitos configurados por la historia real y tutelados por una legalidad democrática. La pulsión nacional que inspira a los nacionalismos, sin embargo, comienza por negar la bondad de la nación existente y trata de destruirlo para dar paso a la instauración de una nueva nación acorde con su pulsión de vida. Vida que supone, inexorablemente, la muerte de lo ya existente. Este pulso entre la vida y la muerte –entre lo soñado y lo real– tensiona y quiebra la convivencia democrática entre quienes tienen diversos sentimientos de pertenencia. Cataluña se ha convertido en ejemplo palmario de quiebra política debido a la preeminencia de la pulsión nacional sobre el patriotismo real de quienes desean la pervivencia de lo ya existente.

Los vascos tenemos muy reciente la experiencia de una pulsión de muerte que trató de segar la vida realmente existente. Se trató de imponer un pensamiento y una cultura totalizantes, desde la invocación de una pulsión nacional ignorando la real identidad de la sociedad vasca. Una identidad plural y tan diversa como la vida. Cuando desde el ‘pacto estratégico’ del nacionalismo vasco se está tratando de segregar a la ciudadanía vasca entre ciudadanos administrativos y ciudadanos ‘nacionales’ esgrimiendo la pulsión nacional, algo se está quebrando en la economía pulsional y política de la maltrecha democracia vasca.