JOSÉ MARÍA RUIZ SOROA-EL CORREO

  • La amnistía del ‘procés’ se hace con el destrozo considerable de piezas del Estado de Derecho. Y falta encauzar el problema catalán incluyendo la consulta popular

Hace ya casi cuatro años, a los pocos meses de la culminación callejera del ‘procés’ catalán en octubre de 2017, cuando la novela judicial no hacía todavía sino comenzar a redactarse en el Tribunal Supremo, escribí un artículo cuyo título lo decía todo: ‘¿Qué tal amnistía y consulta?’. Estaba concebido desde una deliberada e impostada ingenuidad, mirando los problemas algo así como con la perspectiva del historiador futuro que descubre dónde y por qué se equivocaron esos antepasados que somos ahora nosotros. Lo que proponía era casi quimérico para el nivel de la política española, porque era como un «modelo ideal» weberiano: su propuesta era imposible, pero pretendía ser sugerente.

Hablaba de constituir un Gobierno de concentración de los dos grandes partidos y después, desde su mayoría parlamentaria y social, desde su grandeza, diseñar una amnistía general otorgada por ley para los hechos acaecidos, así como abrir un expediente de atención al problema catalán que incluyera de alguna manera una consulta referendataria de la voluntad de los catalanes al respecto.

La política está para resolver problemas; y, a ser posible, antes de que se vuelvan intratables, erizados de pinchos y espinas, antes de que se extiendan y afecten a más y más tejido institucional. La política siempre ha sabido que determinados comportamientos deben ser superados mediante la técnica del parche, del borrón y cuenta nueva, del pasar página. Amnistías: nuestra historia está llena: 1934, 1936, 1977, 1982. De derechas, de izquierdas y de todos. Casi nunca agradables, casi siempre prudentes. Nunca acordes con la justicia, pero sí cargadas de futuro.

Pero del árbol progresivo que es la historia de los humanos nunca ha crecido un brote derecho, todos suelen ser torcidos, decía el filósofo prusiano. ¡Si hubiera conocido la política moderna…! Habría dicho como Bismarck que las leyes se hacen como las salchichas; es decir, que más vale no saber lo que se ha metido dentro y cómo. La política consigue a veces los mejores resultados por razones equivocadas o bastardas, y a veces lleva al desastre partiendo de nobles deseos.

Lo estamos comprobado con la concesión de la amnistía, que al fin se lleva a cabo, aunque encubierta. Se hace con un destrozo considerable de piezas enteras del Estado de Derecho, que más tarde añoraremos porque no son reconstruibles. Se hace mezclada con intereses partidistas torpes, con la conveniencia espuria del Gobierno de sobrevivir. Se hace contra la mayoría de la opinión porque nunca se ha hecho pedagogía explicativa de su sentido. Se hace burlando al Poder Judicial. Se hace toqueteando el Código Penal burdamente. Se hace a escondidas y con vergüenza, sin que se nos ahorre a los españoles el sarcasmo burlón de los independentistas.

Y, sin embargo, a pesar de todo, había que hacerla, cierto. Lo que pasa es que a veces es igual de importante el cómo que el qué. Grandeza como en 1977 o nocturnidad trapacera como en 1934. Una oportunidad que hemos perdido.

Falta todavía la otra, el encauzamiento del problema catalán incluyendo esa consulta popular que ha mitificado su base protagonista. Y de nuevo los caminos torcidos: parece que se está construyendo preventivamente un árbitro constitucional manifiestamente obsequioso con el actual Gobierno de izquierda, con los mimbres de unas personas que echan para atrás por su activismo o su servilismo. Se está poniendo el RIP a una institución, el Tribunal Constitucional, que tuvo autoridad y legitimidad para actuar como referente social durante muchos años. Y de nuevo, ¿por qué? ¿Por encauzar un problema o por seguir dominando la escena? Torcida, muy torcida, apunta la rama.

Dicho lo cual, y para que conste: la derecha conservadora española carece de legitimidad para quejarse en lo más mínimo de lo que está sucediendo con los poderes de contrapeso. Ella ha participado desde siempre, con fruición y glotonería, en el proceso de colonización de las instituciones y, sobre todo, últimamente ha protagonizado todo un proceso de rebelión ante sus obligaciones constitucionales. Todos los retorcimientos de la legalidad en que incurra el Gobierno están explicados por la conducta previa de los conservadores.

Flaco consuelo supone este reparto de culpas, claro. Porque lo que los frívolos de uno y otro lado demuelen a trozos es nuestra institucionalidad demoliberal, ese engranaje que permitió a algunas sociedades tener éxito allí donde otras fracasaron.