La imbatibilidad electoral del PNV y la imbatibilidad de ETA han sido dos mitos siempre de la mano, que se han alimentado mutuamente. El PNV siempre ha considerado de los suyos a ETA y HB. Al final, las nueces han terminado envenenando al PNV. Hoy parece convertido en rana secuestrada por el escorpión, que no por eso dejará de meterles el aguijón.
La semana pasada coincidieron un inusitado conjunto de medidas judiciales que han dejado en la ilegalidad a prácticamente todo el entramado violento. La naturalidad y la previsibilidad con que la población vasca ha aceptado los fallos suponen la mejor garantía de futuro.
Estas sentencias materializan, en una sola semana, el cambio ciudadano. No sólo de la sociedad española en general, que se había producido antes, sino especialmente de la sociedad vasca, que durante mucho tiempo ha comprendido o apoyado, en diversos grados, la actividad terrorista, y ha visto que todos los intentos sensatos de un acuerdo razonable no han posibilitado el cierre de la violencia y la responsabilidad colectiva de los años de plomo de los ochenta.
Es verdad que una parte muy importante de vascos, fundamentalmente votantes del nacionalismo, habrían preferido un final feliz, con la bendición del diálogo, que absolviera a todos de las responsabilidades colectivas pasadas. Es sintomático el apoyo entusiasta a los dos procesos, el de Lizarra y el del presidente Zapatero –tan contradictorios entre sí– sin ningún análisis de los contenidos. Han sido los últimos intentos desesperados para cubrir con el olvido el pasado violento de la sociedad vasca, que poco a poco las víctimas han ido sacando a la luz desde el abandono y las soledad más absolutos de los ochenta. Ya no es posible enterrar la violencia terrorista de ETA con una fiesta fin de siglo. Eso ha pasado y vamos a tener que convivir con ello y tenerlo en cuenta a la hora de definir la futura sociedad vasca.
Durante treinta años hemos vivido con el síndrome del hijo pródigo. Todos los sectores de la sociedad española han hecho enormes esfuerzos para lograr que los violentos vinieran a la casa democrática (cosa que los nacionalistas olvidan muy a menudo). Los dos elementos más característicos de la transición española son seguramente la voluntad de superar la Guerra Civil con el olvido, como garantía de la futura democracia, y el deseo de ayudar al nacionalismo institucional a que lograra incorporar a la violencia terrorista en el entramado constitucional –lo que durante largos años ha supuesto que en Euskadi existiera una legalidad constitucional silente, dimitida de forma voluntaria en espera de su aplicación completa cuando desapareciera el terrorismo–. El primer elemento ha conseguido un éxito claro, aunque discutamos ahora el precio de justicia pagado por ello. El segundo ha resultado un fracaso rotundo. No sólo porque no ha conseguido incorporar a la casa democrática a los violentos –hoy está claro, debiera al menos, que los violentos nunca han querido venir a la casa democrática, sino asaltarla–, sino porque el nacionalismo institucional ha utilizado esta misión como medio permanente de chantaje al Estado constitucional, colocándose él mismo en los márgenes del sistema democrático.
Ha sido una dura lección que a los vascos nos ha costado asumir. El terrorismo de ETA no es capaz de iniciar vías de integración en el sistema democrático, y el nacionalismo institucional ha traicionado –o al menos ha fracasado de forma rotunda– la tarea que la sociedad española le delegó durante la transición: poner punto final al terrorismo vasco.
La semana pasada se materializó, de forma cruda, el reconocimiento de esos dos fracasos en Euskadi, asumiendo sin prejuicios la verdad del terrorismo. Y los vascos lo han asumido con naturalidad. El hijo pródigo no va a volver nunca. Es como el cuento del escorpión y la rana: ya no quedan ranas ingenuas que los crucen a sus espaldas hacia el sistema democrático. Es su naturaleza, no pueden evitarlo: siempre matan, aunque matar les mate. Es el círculo vicioso del terrorismo: sólo matar les confirma su existencia.
Aún oiremos voces que reivindiquen que el conjunto de la izquierda violenta se acoja al sistema de la política institucional democrática: es un buen deseo, sin duda, pero no va a poder ser. El elemento autoidentificador que crea la comunidad de la izquierda radical no es la política, sino la fuerza, la violencia; el mundo de la política institucional les es totalmente ajeno. Lo que les da coherencia interna, lo que hace que sean grupo autorreconocido, no son los objetivos políticos que dicen defender, sino el recurso a la violencia terrorista para acceder al poder.
Tres han sido los elementos que han permitido mantener unida a esta comunidad violenta. El primero, el convencimiento de que la comunidad nacionalista era mayoritaria en Euskadi, mayoría que esperaban usurpar y que daba un barniz de verosimilitud al triunfo nacionalista liderado por ellos. La imbatibilidad electoral del PNV y la imbatibilidad de ETA por el Estado de Derecho siempre han sido dos mitos que han ido de la mano. Son mitos que se han alimentado mutuamente. El nacionalismo, todo el nacionalismo, siempre ha funcionado como una comunidad global –en los tiempos gloriosos de los 80 el PNV siempre se arrogaba la representación institucional de HB para reivindicar la mayoría–. El PNV nunca se ha alineado decididamente con el resto de partidos políticos frente a ETA y HB. Siempre les han considerado de los suyos. Al final, las nueces han terminado envenenando al PNV. Hoy con Ibarretxe parece que se han convertido en rana secuestrada por el escorpión, que no por eso dejará de meterles el aguijón.
El segundo elemento que ha cohesionado a la comunidad violenta ha sido la utilización instrumental del sistema democrático, que ha funcionado como sistema protector de su actividad subversiva, como fuente de recursos y legitimidad, y como manifestación externa de su poder. El movimiento violento no tiene un especial interés en participar en las instituciones –de hecho muchas veces han renunciado a ello voluntariamente–, pero sí en expresar de forma pública que son muchos, que tienen fuerza.
Y por último, el tercer elemento de unidad, y esencia de su sistema, es el uso de la fuerza. La utilización del terrorismo como elemento de acceso al poder es lo que en realidad da coherencia a la comunidad violenta. Esa sensación de adrenalina la describen muy bien los comunistas de entreguerras: sentirse los conductores de la locomotora que, a sangre y fuego, construye el futuro. Sólo cuando el uso del terrorismo no es lo suficientemente duro surgen las dudas. Todas las voces ‘críticas’ –es una forma de hablar– se autojustifican porque comprueban que no pueden matar lo suficiente para tener poder político. Es muy difícil que este colectivo se sienta identificado con un partido político normal, que sólo tiene la fuerza de los argumentos y los votos. Ya sé que han tenido concejales y parlamentarios, pero siempre que un concejal de Batasuna ‘negociaba’ –es otra forma de hablar– traía con él, a su espalda, un encapuchado. La amenaza de esa capucha era su principal argumento y lo que le daba fuerza e identidad. Sin la amenaza de la fuerza, la política es algo absolutamente ajeno a esta gente. Cuando ETA se desintegre puede que surja un partido nacionalista a la izquierda del PNV, pero será algo nuevo, diferente de la comunidad violenta que hasta ahora ha apoyado a las plataformas filoterroristas. Éstos desaparecerán por la misma razón que han existido: mientras tengan suficiente poder de violencia se reconocen como grupo; cuando se queden sin la fuerza del chantaje, al desaparecer lo único que les une, desaparecerán también. El resurgir violento de estos días y que, si puede, ETA intentará que sea aún mayor, es la confirmación de lo que digo: sólo el ejercicio del terrorismo logra crear comunidad entre los violentos. Es lo que de forma desesperada están intentando.
El documental del fin de ETA hace algún tiempo que se está filmando. Es verdad que tiene capítulos diferentes. Hay una trama permanente que es la lucha policial y judicial. Con la Ley de Partidos se ha iniciado un segundo capítulo, que les expulsa de los beneficios de la democracia. El siguiente capítulo –que espero que sea en breve– será cuando se derrumbe la imbatibilidad electoral del PNV. Cuando ETB difunda las imágenes de un lehendakari no nacionalista cruzando la verja de Ajuria Enea y, algo después, un consejero no nacionalista pasando revista a la Ertzaintza en Arkaute el terrorismo quedará solo, sin ninguna cobertura. El terrorismo será violencia pura, sin nada a lo que agarrarse. Y será su final definitivo.
Andoni Unzalu, EL DIARIO VASCO, 23/9/2008