EL MERCADO reacciona de modo inequívoco ante los planes independentistas. Un informe de la consultoría D&B sobre los cambios de sedes de empresas en 2016 explica que Cataluña perdió 279 empresas y Madrid ganó 407. El secretario de Empresa del gobierno catalán niega la causa separatista en estos datos y dice que se necesitan series más largas. Ahí van: en los últimos cuatro años Madrid ganó 1002 empresas y Cataluña perdió 1072. Así circula hoy, por la vía muerta de la secesión, la que fue llamada locomotora de España. La nitidez del mercado es una catástrofe técnica para la economía regional. Pero una bendición ética. Contrasta con el obsceno espectáculo del presidente Rajoy en Cataluña repartiendo billetes a los negritos. Hasta tal punto obsceno que la vicepresidenta autonómica se ha visto obligada –todo vicio lleva su poco de virtud, y viceversa– a confesar la verdad: el proyecto separatista no tiene un origen económico.
Yo estoy por completo de acuerdo: ni se compra ni se vende la xenofobia verdadera. «España nos roba» nunca fue un lapo económico sino racial. En el fondo separatista están sumergidas las mismas tensiones del populismo de Trump o del de Le Pen: las de una parte importante de la población que se repliega ante la globalización y que desconfía de su lugar en el mundo. Las empresas que se marchan de Cataluña apuntan la idea de cierta decadencia económica. Pero, sobre todo, y a mi entender, apuntan una decadencia moral. Al margen del impacto económico la marcha de empresas revela algo insoportable para la petulancia nacionalista, que como cualquier otra sufre de falta de autoestima. La verdad amarga es que Cataluña no ocupa, ni en España ni mucho menos en Europa, el lugar de las expectativas creadas en las postrimerías del franquismo. La única victoria real de estas décadas han sido los Juegos Olímpicos, que se obtuvieron gracias a un hombre hoy despreciado por el establishment nacionalpopulista y que se organizaron contra el parecer del pujolismo. Al éxito solo pueden añadirse los del fútbol y la telebasura, especialidad esta última de la fracción trotskista del nacionalismo.
La propaganda de Rajoy es, así, de una gran inutilidad política. Permite que el gobierno desleal exhiba una risible, si no fuera tétrica, dignidad ofendida, y manda al resto de españoles, y en primer lugar a los que resisten en Cataluña la zafiedad de las ficciones nacionalistas, un mensaje desmoralizador. Algunos portavoces más o menos gubernamentales ven en estas maniobras política preventiva, un último intento de cargarse de razón. Es dudoso que el momento no sea ya el de descargarla.