Escribir en el mes de agosto tiene algo de aventura en el desierto de Gobi. Primero, porque no es zona de camellos, que siempre son muy vistosos. Segundo, porque casi nadie sabe por dónde cae el tal desierto. Tercero, porque la mayoría de los ciudadanos están de vacaciones y lo último que desean es que alguien les agobie contando historias más difíciles de llevar que unas chanclas. En el gremio periodístico se dice “echar mano de la nevera”, que es lugar donde se han ido acumulando durante todo el año los temas menos interesantes para un presunto lector ansioso. De ahí que algo tan excitante como un crimen o las estrafalarias declaraciones de un líder de ocasión cobren una importancia sobredimensionada. También es el mes de los hallazgos científicos enlatados; nunca hay tanta ciencia acumulada como en el mes de agosto.
Pero a veces ocurre que la realidad más aplastante rompe las costuras de la decretada placidez veraniega y los sufridos e imprescindibles estudiantes en prácticas se desmelenan porque no dan abasto. La emigración ha irrumpido en España en este mes de agosto con una variante insólita, los adolescentes. Hasta ahora venía entremezclada con migrantes adultos pero ahora aparece sola. 5.200 menores arriscados se tiraron al agua en África y nadaron como pudieron hasta Canarias. No es moco de pavo esa travesía que seguro habrá dejado muchas víctimas que nadie se encargará de contar. Se prevén otros 3.000 en el otoño. Si esto no es un asunto de Estado no sé muy bien a qué carajo se dedica.
El Estado es de natural mudo y cuando habla lo hace en forma de discurso. En los últimos años ha barnizado el término y ahora se dice relato. De seguir ese relato entraríamos de lleno en un salón de palabras como lámparas que lo iluminan todo menos lo que no está para enseñar. Tiene la fortuna de que el visitante se contenta con lo que le muestran y no pregunta por los lados oscuros. Como la emigración. De los adultos emigrantes ha de ocuparse por obligación legal el Estado, de los adolescentes emigrantes deberían hacerlo las Autonomías, entre otras cosas porque hubo un tiempo en que los idiotas locales, muy identitarios ellos, consideraban que la juventud migrante podía ser la sabia del futuro del terruño, ajeno al peso desaforado del centralismo. Y satisfechos por el hallazgo, ahí se quedaron. Los adultos para el Estado y los Jóvenes para la patria chica. Salieron del embeleso cuando les aplastó la realidad y se dieron cuenta que la ensoñación era insostenible económica y socialmente. Tardaron, vaya si tardaron. No atendieron la señal de peligro que representaban personajes como García Albiol, un político que cuando habla sube el pan, pero mayoría absolutísima en Badalona (220.000 habitantes; 18 concejales frente a 4 del PSC). Crearon un frente de contención encabezado por influencers betulenses emigrados como Enric Juliana y Pilar Rahola; aumentó en votos.
No es la hambruna y la supervivencia lo que hace que masas de migrantes huyan de Marruecos, Mauritania, Gambia o Senegal
No es sólo que el futuro se dibuja como un mundo sin identidades marcadas que no sean las religiones de sustitución -los equipos de fútbol, los artistas del pop, los tertulianos sonajero y las patrias exclusivas-, y nada puede difuminar un presente impregnado de la riqueza inmigrante. Déjense de chorradas y brindis al sol, España colapsaría social y económicamente sin los emigrantes que alivian la caída brutal de la natalidad. Pero eso plantea fenómenos nuevos y nosotros aplicamos viejas recetas; o el rechazo de principios (algo patético tratándose de un país recién sacudido por las migraciones) o la retórica del discurso buenista que recuerda en mucho aquella copla sarcástica de los años sesenta: “que malos son los burgueses/que pisan las margaritas…”
La emigración adulta que no nos cansamos de denominar “ilegal”, cuando lo suyo sería decir “irregular”, es de una complejidad que exige cierto tino para abordarla -seguidores de redes abstenerse-. Desde desplazados de las guerras grandes y pequeñas hasta rebotados de mafias y extorsiones, en el centro y como gran mayoría personas que quieren mejorar su suerte, una aspiración que no estaba en la lista de prioridades de la Revolución Francesa pero que pertenece por derecho propio a las exigencias de la modernidad. El más notorio de los investigadores sobre las nuevas migraciones, el sociólogo holandés Hein de Haas, codirector en Oxford de un centro que lleva años dedicándose a eso, nos ha roto el paradigma sobre la diáspora africana hacia los países del sur de Europa -España, Italia y Francia-.
No es la hambruna y la supervivencia lo que hace que masas de migrantes huyan de Marruecos, Mauritania, Gambia o Senegal. La miseria es un acicate para huir, pero lo dominante y que debe ser analizado está en algunas características no señaladas por los discursos instrumentales: en su mayoría saben manejar los móviles, conocen a partir de los medios cómo se vive en Europa, son personal despierto y dispuesto a abrirse camino en la vida. La mayoría ha llegado legalmente para luego quedarse. No huyen para mendigar sino para desarrollar sus capacidades en un mundo mejor que el miserable en el que han nacido. Las evidencias sociológicas de Hein de Haas están contraindicadas para las redes. Hay quien cree que la masiva y fecunda emigración italiana en los Estados Unidos tenía por objetivo hacer de comparsas en “El Padrino” de Coppola.
La inquietante aventura de los menores de edad tiene muchos rasgos diferenciales. Primero, no son niños sino adolescentes; a los 15 años de una vida dura y tras una decisión arriesgada no se vuelve a la infancia. Vienen con lo puesto; no traen mochila que no escondan en su intimidad. Deben ser acogidos; es una obviedad sin apelar a ese bálsamo cristalizado de los Derechos Humanos. No hay estado por criminal e inhumano que sea que no gallardee de cumplirlo. Pero además deben aprender el idioma de referencia y pasar por un Colegio Público y comer y vestirse. Luego viene un oficio y la convivencia ciudadana. En fin, no se trata de un hospicio, ni de una inclusa, que se decía antes; se adentran en una sociedad distinta.
No es ninguna tragedia, pero a nadie le cabe en la mollera que sea algo sencillo. Elevado al número de muchos miles constituye un tema de Estado. De no afrontarlo así tendremos problemas que no serán individuales, anomalías habituales en cualquier comunidad que, al hacerse colectivos, alimentan el lado oscuro de la sociedad. ¡Qué milagro! No he citado a Sánchez, ni a Illa, ni a Puigdemont, ni a las Haciendas singulares. Un fracaso.