José María Ruiz Soroa-El País
Los partidarios de las vías de hecho garantizan la tensión política creciente y se retroalimentan la una a la otra
Adam Przeworski llamaba la atención en su ¿Qué podemos esperar de la democracia? acerca de una constante invariable de los regímenes democrático liberales, la de que sus mecanismos de decisión están sesgados contra los cambios profundos y súbitos: modificar el statu quo es mucho más difícil que mantenerlo. Lo cual se consigue a través de procedimientos muy variados, desde la exigencia de mayorías reforzadas para ciertos asuntos hasta la actuación de los poderes contramayoritarios, así como al mismo carácter indirecto de la democracia que se practica. Y probablemente es acertado que así sea, como cautela liberal contra el apresuramiento populista (el juicio de valor lo añado yo).
Ahora bien, que la existencia de este sesgo sea razonable no autoriza al intérprete a hacerse el tonto sobre sus consecuencias: cuando el sistema establece que no cabe un referéndum unilateral sobre la secesión en Cataluña adopta una posición justificada en sólidas razones, pero también provoca un resultado bastante obvio: el de que los contrarios a la secesión ganan de antemano y sin necesidad de votar. Descartar un referéndum sobre un asunto es tanto como dar la victoria al no de antemano. De manera que cuando demonizamos el referéndum no debemos ocultar que (¡oh casualidad!) el excluirlo hace triunfar nuestra opción propia, la conservación de la unidad.
Y no solo no debemos caer en ese sarcasmo, sino que por patentes razones democráticas estamos obligados a indicar a los secesionistas cuál sería el camino por el que podrían llegar a ver realizadas sus legítimas aspiraciones. No tienen un derecho a ella (¿cuándo se bajarán de la nube fabulosa del derecho a decidir?), pero sí tienen un derecho a que su demanda sea procesada y respondida. Y así, constituye un contrasentido flagrante proclamar que su pretensión es legítima y no establecer al mismo tiempo un cauce legal, por duro y difícil que sea, cuyo tránsito esté al alcance de sus mantenedores. Y si para ello hay que movilizar al final al poder constituyente en persona, como algunos advierten, habrá que señalar cómo podría despertarse a tan augusto personaje.
Al final, esto es lo que más o menos hizo la Sentencia 42/2014 del Tribunal Constitucional al indicar que la Asamblea legislativa catalana podía presentar a la consideración de las Cortes españolas una iniciativa de reforma constitucional que debería ser considerada y tratada por estas, sin poder excluir ningún resultado de un tal debate. Y es que la cuestión de la unidad en un Estado democrático no puede ya abordarse desde el paradigma del sacrilegio (como en tiempos de Lincoln) sino desde el paradigma de que se trata de una cuestión posible en función del procedimiento: siempre que este sea respetuoso con todos los principios en juego, entre los cuales está tanto el democrático como el legalista, el de discusión o el de buena fe. El dictamen del Supremo canadiense permea hoy la comprensión y el tratamiento del problema en cualquier régimen democrático constitucional, también en España.
Cuando demonizamos el referéndum no debemos ocultar que el excluirlo hace triunfar nuestra opción propia, la conservación de la unidad
Dos consideraciones al respecto. La primera, la de que al igual que la iniciativa para explorar el camino válido de una secesión la puede tomar una Asamblea autonómica, también puede hacerlo la Asamblea Nacional Española motu proprio a la vista de la presión política que se registra, a iniciativa de algún partido nacional. La segunda, que parece de cajón prever que en algún momento de ese deseable iter normado hacia la secesión habrá de ser consultada la opinión pública del territorio afectado. Porque el poder constituyente precisará de conocer la voluntad cierta y clara de los afectados para formar la suya propia. ¿O no?
Contra esta vía procedimental de encauzamiento del problema se alzan, de uno y otro lado, los partidarios de las vías de hecho. Parecen resignarse en la idea de que como la secesión es al final una revolución (como escribió Kelsen), las revoluciones no se regulan, menos previamente, simplemente se experimentan. Los primeros en esta lógica son los secesionistas por las bravas, los del derecho a decidir, es claro. Pero también son en el fondo partidarios de las vías de hecho, aunque no lo digan tan claro, los que remiten la solución constitucional del problema a un futuro en el que la presión secesionista sea insoportable; por ejemplo, porque los partidarios de la secesión venzan con extraordinarias mayorías en una y otra convocatoria electoral territorial. En tal caso, el poder soberano nacional se dignará a tomar en consideración un tal clamor. Ambas posturas garantizan la tensión política creciente y, en cierta pero fatal manera, se retroalimentan una a otra, pues cuanto más difícil se coloca la meta, más incentivos para redoblar la presión tienen los corredores.
La vía procedimental, en cambio, puede procurar una rebaja de la tensión al posibilitar un tratamiento discursivo del asunto. Y es que los ánimos siempre se vuelven más razonables —aunque sea a su pesar— cuando se comienza a hablar de plazos, trámites, números, pólizas y sellos. Es una receta infalible.
José María Ruiz Soroa es abogado