- Estaríamos ciegos si no viésemos que España se encuentra amenazada de disgregación en media docena de miniestados irrelevantes
Hace tiempo que vengo advirtiendo a los que formarán Gobierno después de la más que probable derrota de Pedro Sánchez dentro de año y medio, que han de ser conscientes de que no pueden limitarse a ser una mera alternancia, sino una verdadera alternativa. Lo he expuesto tantas veces y desde tan diferentes ángulos en esta columna dominical y en mi aparición televisiva semanal, que si los destinatarios de este mensaje no lo han captado, será por su sordera o falta de comprensión lectora y audiovisual, no porque yo no haya insistido. Sentada esta premisa, hoy quiero ir algo más allá y decirles que su trabajo no deberá ser sólo de impulso de reformas estructurales, de derogación de leyes inicuas para reemplazarlas por otras sensatas y de confrontación sin vacilaciones con aquellos que pretenden liquidar nuestro orden constitucional y con él a nuestra multisecular Nación como espacio de derechos, libertades y prosperidad económica, sino que tendrá que ser necesariamente una ardua labor de reconstrucción. En otras palabras, su tarea de gobernantes no la llevarán a cabo sobre un edificio necesitado de grandes mejoras, pero en pie, sino sobre un montón de ruinas morales, institucionales, políticas y materiales, que exigirá primero un fatigoso e ingrato programa de desescombro para levantar después sobre un terreno ya aplanado y limpio una arquitectura sólida, hermosa y habitable. Ahí es nada.
Si se percatan de la realidad de nuestra desesperada situación y llegan briosos, equipados con expertas cuadrillas de demolición de tinglados inútiles o deletéreos, cabrá la esperanza
La primera y seria dificultad radica en que Alberto Núñez Feijóo y Santiago Abascal -nombrémoslos sin disimulo- entiendan la naturaleza y alcance de este desafío. Si no lo captan en su pavorosa gravedad, fracasarán, y España se irá al garete porque nuestro país se puede reponer de un ciclo de dos fases, la primera de desmantelamiento, léase Zapatero, seguida por otra de pasividad e inoperancia, llámese Rajoy, pero no de dos, la primera fase del segundo ciclo eficazmente cubierta por Atila Sánchez. Por consiguiente, si los protagonistas de la segunda fase del segundo ciclo la acometen provistos únicamente de una caja de herramientas apta para chapuzas voluntariosas y pequeños arreglos, naufragio asegurado. Si se percatan de la realidad de nuestra desesperada situación y llegan briosos, equipados con expertas cuadrillas de demolición de tinglados inútiles o deletéreos, potentes bulldozers y gigantescas grúas, cabrá la esperanza.
Todo lo anterior no es alarmismo o hipérbole, sino simple constatación si uno examina el panorama con los ojos abiertos a la magnitud del desastre que nos envuelve. Cuando el presidente del Gobierno de la Nación proclama delante del Rey que España y Euskadi son «dos países» equiparando la parte con el todo, cuando la mayoría en el poder acuerda con la franquicia política del crimen organizado la interpretación oficial y obligatoria de nuestra historia contemporánea, cuando se decide que se pueda obtener el título de secundaria siendo analfabeto funcional, cuando se dictan medidas fiscales que provocan mayores pérdidas para el sistema productivo que lo que recaudan, cuando el Instituto de Estudios Económicos estima en sesenta mil millones de euros el gasto público prescindible y en La Moncloa se procede a incrementarlo sin freno, cuando en un tercio del territorio nacional las familias no pueden escolarizar a sus hijos en la lengua oficial del Estado, cuando golpistas contumaces que han pretendido dinamitar el Estado son indultados en contra de la opinión del Tribunal Supremo y aceptados a continuación como interlocutores privilegiados, cuando desde el Ejecutivo se intenta asaltar sin recato el órgano rector del poder judicial, cuando a una adolescente se le antoja recibir bloqueadores de la pubertad sin que una supervisión médica vele para que no destroce su vida, cuando el propietario de una vivienda asiste impotente a su ocupación por extraños durante meses sin que la Administración los desaloje, no parece exagerado afirmar que necesitamos una alternativa parlamentaria y de gobierno dotada de suficiente arrojo y determinación como para librar todas las batallas culturales, normativas e incluso físicas si los enemigos interiores recurren a la violencia, que hagan falta.
Las naciones nacen, se desarrollan y mueren y el devenir de la humanidad es un vasto cementerio de entidades políticas y de entramados institucionales un tiempo pletóricos de poder e influencia hoy desaparecidos, salvo en los libros que describen el pasado y que cada vez se estudian menos en un mundo banal de clics, likes y vídeos efímeros. España, forjada por dos mil años abundantes en aportaciones extraordinarias al pensamiento, al arte, a la literatura, a la religión y a la extensión del orbe conocido, no tiene por qué ser una excepción y estaríamos ciegos si no viésemos que se encuentra amenazada de disgregación en media docena de miniestados irrelevantes, frágil caparazón cada uno de ellos de una nacioncilla inventada. Esta descorazonadora perspectiva es la que todavía estamos a tiempo de evitar si en la próxima llamada a las urnas recobramos la lucidez y aquellos a los que confiemos nuestro inmediato destino están a la altura de la misión que les aguarda, que no es otra que colocar en el rumbo correcto a una tierra y a unas gentes que desde hace dos décadas van alarmantemente a la deriva.