Javier Zarzalejos-El Correo
- A este Gobierno le queda poco por laminar. Sus urgencias electorales harán el resto. Al que venga le tocará mucho que rehacer
Estamos en año electoral. Un año que concluirá, según todos los pronósticos, en las elecciones generales de finales de noviembre o primeros de diciembre. Las cosas apuntan a cambio. Pero hasta que se llegue ahí todos los españoles decidiremos sobre ayuntamientos y diputaciones, y muchos -salvo vascos, gallegos, catalanes y andaluces- elegirán también sus nuevos parlamentos autonómicos. Lo que parece un camino perfectamente señalizado y lineal se presenta mucho más serpenteante que lo que podía prever el Gobierno. Tanto es así que si los resultados de autonómicas y municipales no acompañan, el liderazgo de Sánchez puede llegar en la reserva a la presidencia española de la Unión Europea y agotado a una confrontación electoral en la que comparecerá irremisiblemente atado a sus extravagantes socios. Mal asunto en un debate electoral.
Este año es, pues, un año bisagra, un periodo que marca el final de años de excepción, de dinero regalado, de Gobierno sin reglas a otro en el que se tiene que restablecer la certidumbre, el Gobierno previsible, la restricción de la discrecionalidad, el retorno a las reglas. España -y el resto de Europa- tiene que aterrizar en la normalidad institucional y democrática, en el camino de la estabilidad fiscal y de la recuperación de una política de calidad.
El argumentario de Sánchez busca poner de relieve las muchas dificultades que han tenido que superar. Guerra, pandemia, volcán. Pero esas dificultades son las que le han permitido gastar sin tasa, extender su discurso demagógico y populista contra los empresarios, exonerarse de todos aquellos compromisos que otros gobiernos tuvieron que cumplir y dedicar la mayor parte del tiempo al autobombo, al elogio desmedido, al culto a la personalidad de quien protagoniza compulsivamente vídeos propagandísticos, de eficacia dudosa y credibilidad nula.
El problema para Sánchez no ha sido gobernar en la excepción. Su problema sería gobernar en la normalidad. Seguramente Sánchez no volverá a gobernar y no tendrá que experimentar el enorme pasivo de su legado. Quien venga, es decir, el Partido Popular, con muy alta probabilidad, afrontará una tarea de reconstrucción económica, institucional, internacional y social de dimensión extraordinaria.
La política exterior española se encuentra carente de potencia, desubicada, enfeudada a Marruecos y desconectada de una América Latina radicalizada y enferma de populismo. Puede Sánchez alardear de influencia en Europa, pero ser el país que más fondos necesita en términos proporcionales, que más desempleo mantiene, que más excepciones reclama puede hacer de España un socio cómodo, pero no influyente.
Si se tiene en cuenta quiénes se encuentran en la «dirección del Estado», compartiendo poder con los socialistas, se reparará fácilmente en la enorme tarea de normalización política que se necesita para devolver a los extremistas allí de donde no deberían haber salido, es decir, al extremo del independentismo, del peor populismo; el extremo del rechazo a la Constitución como marco de convivencia, o el extremo, en fin, de la legitimación histórica de ETA.
Habrá que recuperar la normalidad de un Gobierno que no se impugne a sí mismo, que no insulte a los que crean riqueza, que hable más de los ciudadanos y menos de sí mismo. Tendrá que ser ese Gobierno que desconecte -porque no habrá más remedio- de la vía de dopaje financiero que nos han facilitado desde Bruselas por buenas razones, pero no ilimitadas en el tiempo.
Tendrá que volver a reformas verdaderamente transformadoras, y a otras elementales como que la integridad constitucional de España tenga la adecuada protección penal, como que los malversadores no vean rebajadas sus responsabilidades, ni los agresores sexuales sigan haciendo cola para que se decreten las reducciones de condena, cuando no la puesta en libertad, a las que les han dado derecho las nulidades que se empeñan en dictar leyes sin saber y, lo que es peor, sin escuchar.
El Gobierno que venga tendrá que renunciar al divertido ejercicio de intervenir en todo, siempre alegando buenas razones y nunca reconociendo los -casi siempre- malos resultados. Tendrá que hablar y negociar de verdad con interlocutores sociales y no ver en la sociedad civil una amenaza sino un aliado en la consecución del interés común. Tendrá que cuidarse -«cuidar la coalición», que dice Yolanda Díaz-, pero sobre todo tendrá que cuidar al país y a sus ciudadanos. A este Gobierno le queda poco por laminar. Sus urgencias electorales harán el resto. Al que venga le tocará mucho que rehacer.