EL PAÍS 08/09/16
JOSÉ MARÍA RUIZ SOROA
La reciente publicación en castellano del espléndido texto de Louis Menand sobre la historia intelectual estadounidense (El club de los metafísicos) permite al lector actual conocer la génesis de lo que fue el talante pragmatista en aquella sociedad norteamericana posterior a la Guerra de Secesión, así como los rasgos característicos de un estilo de pensamiento (el de Pierce, Dewey, James o Holmes) tan influyente en su momento como luego olvidado. Destaca entre todos ellos la aversión a considerar las ideas, cualesquiera ideas, como principios o verdades y su inclinación a tratarlas como simples herramientas intelectuales, producidas socialmente, cuya única justificación se encuentra en su utilidad para mejorar al ser social y plural que es el hombre.
La sociedad norteamericana venía de atravesar la traumática y sangrienta experiencia de la guerra civil (la contienda que más muertos ha causado en la historia de Estados Unidos) y, de manera sorprendente para el conocimiento histórico convencional, volcó su repulsión a lo sucedido en un rechazo tajante de los principios de los abolicionistas. Para muchos americanos blancos los abolicionistas eran los villanos del siglo, que habían sido responsables de la guerra y de la humillación del Sur después. Y ello, porque se habían apasionado con una idea y, en nombre de una abstracción, habían llevado a la nación al borde de la autodestrucción. En ese ambiente, una filosofía que advertía expresamente contra la idolatría de las ideas era posiblemente la única sobre la que podía montarse una política progresista de reforma de las instituciones, como lo fue la de inspiración pragmaticista.
Ahora bien, precisamente por ese rechazo visceral al abolicionismo en lo que tenía de extremoso y abstracto, el precio de la reforma en USA fue la eliminación de la cuestión de la raza y de la situación de los negros de la mesa de disensiones. Con el beneplácito del Tribunal Supremo, se establecieron las leyes estatales que excluían a la población afroamericana de la vida política y la discriminaban socialmente. El mal recuerdo de la sociedad blanca lo pagaron ante todo los negros.
Con todas las distancias que se quiera (y ciertamente son muchas) no parece sino que la Euskadi posterrorista encamina su vida intelectual por una senda burdamente pragmaticista, en la que las antiguas verdades impuestas o defendidas mediante la muerte pierden su sentido y son sustituidas por políticas nacionalistas gradualistas de baja intensidad. La política en el País Vasco se ha vuelto acusadamente posheroica y cada vez suenan como más anticuados, más sutilmente fuera de lugar, tanto los discursos nacionalistas de cariz sabiniano como los resistencialistas de los que sufrieron persecución en el pasado.
· Hay poco que ganar y mucho que perder en exigir cesuras que fracturan a la sociedad
El País Vasco es hoy una región rica. Rica incluso para los parámetros europeos. Disfruta de unos índices de bienestar muy elevados, los más altos de España según OCDE 2014. Su particular Estado de bienestar procura niveles de prestación de servicios públicos y sociales cada vez más superiores a los promedios nacionales. En 2012, gastó en enseñanza 7.229 euros por estudiante mientras que el promedio español fue de 4.995, y la calidad de su enseñanza es de 8,7 frente al 5,0 español. Y en servicios sociales gastó 796 euros por habitante, contra los 275 de media nacional. Cuenta con un amplio y generoso sistema de rentas mínimas con prestaciones altas y de larga duración que superan al salario mínimo. Naturalmente que todo ello deriva, en gran parte, del hecho bruto de que el sistema foral de financiación procura a las instituciones más del doble (el 204% exactamente en el período 2007/2011) de financiación. Pero la causa es opaca, lo que cuenta es la realidad: y ésta asemeja cada vez más a Euskadi a un oasis de progreso en un mar de retraso y corrupción. Hasta el índice Gini de desigualdad de rentas es repetidamente el más bajo de España.
Es congruente con este marco de prosperidad que se vayan abandonando las posiciones políticas rupturistas del marco constitucional. Hay poco que ganar (salvo para los irredentos insaciables) y mucho que perder en exigir cesuras que, como demostró Ibarretxe, fracturan a la sociedad vasca realmente existente. Se hace mayoritario un tipo de elector que, mientras mantiene una genuflexión formal ante el nacionalismo políticamente correcto y sus tics identitarios, prefiere apoyar políticas incrementalistas dentro del marco actual. Utilizando un acertado concepto de Ramiro Cibrián (Nacionalismo, violencia política y la ciudad democrática) cada vez es mayor la masa de “centristas laxos” en el eje de confrontación nacional, unos electores que se sienten subjetivamente binacionales y que se mantienen más bien equidistantes en cuanto a la violencia pasada, y poco motivados para emprender aventuras secesionistas. Los recién llegados, las élites políticas de Podemos, son un buen ejemplo de ello: hacen la reverencia obligada al derecho a decidir pero no lo consideran tema importante.
· Otegi no vende ya en unas elecciones porque es la cara del agrio discurso que justifica los asesinatos
De hecho, la pulsión dominante en la sociedad vasca es la de pasar página en el asunto de la violencia terrorista etarra. Fundamentalmente porque tiene una enorme mala conciencia en torno a ese asunto y su recuerdo no hace sino agitar obscuros sentimientos de vergüenza retrospectiva. Se trata de un pasado que conviene confinar a los museos y los rituales conmemorativos, que a veces es la mejor forma para transformarlo en historia amortizada e inerte. Al igual que los negros fueron en Norteamérica los paganos del trauma bélico de los blancos, en Euskadi las primeras paganas de la prisa por pasar página fueron las víctimas y las fuerzas políticas opuestas al terrorismo que lo habían sufrido en sus filas. Eran quienes más vívidamente mantenían abierta la llaga.
Ahora bien, el afán por pasar página no quedó satisfecho con esa primera presa. Quedaba la segunda, la de los vinculados directamente con la violencia, que al principio cobraron una renta por la paz. Y parece que le ha llegado la hora: la cara de Otegi no vende ya en unas elecciones porque para la sociedad vasca es la cara del comando y del agrio discurso de justificación de aquellos asesinatos que todos quieren olvidar. Forma parte de un mundo que ya no está de moda para los nuevos centristas laxos, que prefieren la figura y los discursos de Pablo Iglesias. Aunque sea 40 años tarde, los amplios restos de la izquierda revolucionaria vasca parecen encontrar una vía política de expresión distinta de la de la sumisión a la sabiniana radical y sus mitos violentos.
La historia, escribió un escéptico, no castiga ni retribuye. No imparte justicia, la historia simplemente juega a los dados. Y en Euskadi, los dados caen ahora a favor de echar al olvido el terror pasado, y con él a todos sus protagonistas.