IGNACIO CAMACHO-ABC
- La frase de Feijóo sobre su futura vicepresidenta estaba calculada para que pareciese, sin serlo, una promesa
La otra noche, donde las hormigas de Motos, Feijóo estuvo a punto de quitarse a sí mismo la red pero se quedó a medias. La frase sobre la designación anticipada de su vicepresidenta estaba calculada para que pareciese –sin serlo– una especie de promesa. Cada espectador/elector podía sacar la conclusión que quisiera: que ese puesto no será para Abascal, que no habrá coalición o… que puede existir, como ahora, más de una vicepresidencia. Es evidente que la intención esencial apuntaba a la preferencia por un Gabinete monocolor, pero sin cerrar del todo la puerta; el precedente del insomnio de Sánchez pesa demasiado para que nadie se arriesgue a pillarse los dedos en los huecos de la charnela. Por un momento pareció que estábamos ante un gesto de determinación inédita, uno de esos anuncios cenitales que para bien o para mal marcan una carrera. Pero sólo se trataba de una alambicada, inteligente muestra de ambigüedad gallega.
En el entorno del líder popular circula el relato de que algunos miembros de la dirección le han sugerido que cierre la polémica de los acuerdos con Vox mediante un salto al vacío. Que formule en público el compromiso de no permitir que el partido de Abascal se siente en el Consejo de Ministros. Quemar las naves y erigirse en la única alternativa posible al sanchismo para concentrar el voto útil y acabar con el juego de las hipótesis, las cábalas y los vaticinios especulativos. Algo que, en un régimen de elección parlamentaria, sin segunda vuelta, se supone que no debe hacer jamás un político si no está dispuesto a cumplirlo. El actual presidente lo hizo, con aspavientos retóricos añadidos; fracasó, faltó a su palabra y perdió todo atisbo de credibilidad desde el principio. Aunque quizá precisamente por eso resultaría muy atractivo ver a un dirigente con la suficiente seguridad para ser capaz de asumir esta clase de desafío. Alguien distinto, autónomo, expeditivo, atípico.
Y quizá irresponsable, claro. Ningún asesor prudente lo aconsejaría, y menos con la victoria al alcance de la mano. Porque ese rasgo de suprema independencia personal podría ser mal comprendido por los votantes en un momento más que delicado, cuando está en juego el futuro de la nación y medio país vive un potente anhelo de cambio. Esa parte de la sociedad tendría derecho a cuestionar el liderazgo de quien se oponga por anticipado a traducir el mandato de las urnas en pactos. O no, que diría otro gallego, si se dispone de la convicción necesaria para explicar el rechazo como una cuestión de modelos de sociedad y no de simple toma del poder al asalto. No ocurrirá, en cualquier caso, ni es probable que el cuerpo electoral de la derecha supiese asimilarlo. Pero por un instante asomó en el ‘prime time’ la sombra de un raro fenómeno de autoexigencia en directo. La de un candidato lo bastante serio para poner condiciones a su propio éxito.