LAS DOS últimas elecciones generales demostraron que el bipartidismo era una roca que podía horadarse. Podemos y Ciudadanos rompieron el espacio tradicionalmente ocupado por el PP y el PSOE, y lo lograron con el sistema electoral vigente. Pese a ello, Albert Rivera y Pablo Iglesias siguen considerando una prioridad la reforma electoral. Orillando las diferencias ideológicas e incluso el distanciamiento personal entre sus líderes, ambas formaciones han sumado fuerzas de cara a articular un sistema «más proporcional».
La propuesta para reformar la Ley Orgánica de Régimen Electoral (Loreg), que necesita del concurso de los socialistas, se ha presentado fuera de la Subcomisión del Congreso impulsada a tal efecto, precisamente, por el PSOE. El acuerdo alcanzado entre Ciudadanos y Podemos plantea propuestas sensatas, como la eliminación del voto rogado, el envío conjunto a domicilio del mailing de campaña –para ahorrar– y la obligatoriedad de los debates electorales. Pero también pone encima de la mesa dos cuestiones discutibles. La primera es el adelanto a los 16 años de la edad mínima para votar, una medida orientada a elevar el número de sufragios entre los jóvenes, el gran caladero de la nueva política. También plantea dudas la sustitución de la Ley D’Hondt por el método Sainte-Laguë. Aunque esta fórmula sobresale por su aproximación a la proporcionalidad, está por ver que no merme la representividad de las circunscripciones provinciales que reparten menos escaños, es decir, de la España rural. Con este sistema, tomando como referencia los resultados de 2016, el PP perdería 15 escaños y el PSOE sólo perdería uno, mientras que Podemos subiría siete diputados y Ciudadanos se dispararía hasta 12 escaños más de los que dispone.
EL MUNDO ha defendido reiteradamente una reforma que, previa modificación de la Constitución, elevaría a 400 el número de representantes en el Congreso: 150 diputados serán elegidos por un sistema de representación proporcional con listas desbloqueadas que contabilice los votos obtenidos en todo el territorio como demarcación única; los restantes 250 serían elegidos por un sistema mayoritario a una vuelta por distritos uninominales. Este modelo, similar al que rige en Alemania, afina la proporcionalidad, liquidaría la endogamia con la que las cúpulas de los partidos confeccionan las listas electorales y facilitaría la formación de gobiernos más estables.
La reforma electoral es una asignatura pendiente, pero exige consenso y debe estar dirigida a preservar la estabilidad y la gobernabilidad. Especialmente, teniendo en cuenta que ahora cuatro partidos se sitúan alrededor del 20% de los sufragios. Lo que no puede, en ningún caso, es convertirse en una subasta para el beneficio partidista.