Antonio Elorza-El Correo
- Es cada vez más necesaria y con la actual distribución de fuerzas, o la previsible tras unas elecciones, seguirá siendo imposible
No me gustan los toros, después del sufrimiento experimentado de niño, allá por agosto de 1951, viendo cómo un buen torero y mal matador, Antonio Bienvenida, dejó al toro hecho un acerico en la última suerte. Pero el vocabulario taurino es muy rico y por eso mismo muy utilizado. Acaba de recurrir a su terminología Pedro Sánchez, el 14 de marzo, al hacer balance del Covid-19 en España: la fructífera experiencia nos permitirá «lidiar» (sic) con casos semejantes en el futuro. Connotación positiva, evocación identitaria e indeterminación, un cóctel muy del gusto de nuestro presidente.
También el mundo taurino ha sido fértil en ocurrencias. Una de ellas, de apariencia contradictoria, casi signo de insensatez, es de doble aplicación al callejón sin salida político en que nos encontramos. Se trata de la frase atribuida a Rafael Guerra, ‘Guerrita’: «Lo que no puede ser, no puede ser, y además es imposible». De un lado, porque tal como se encuentra configurada la mayoría parlamentaria, y el propio Gobierno, con su composición plural, por seguir jugando con las mismas palabras, gobernar se ha convertido en un objeto imposible. Hay que mirar ante todo a la realidad, advertía hace poco María Jesús Montero, justificando el hecho increíble -e inconstitucional- de que desde 2023 sigue el Ejecutivo incumpliendo el mandato de presentar anualmente los Presupuestos. Y como la ley fundamental no prevé sanciones, el ‘constructivismo’ vigente crea la norma no escrita de que, sin esa previsión sancionadora, la Constitución es papel mojado. Y de ahí para abajo, da igual que leyes y medidas sean o no razonables.
Es la ley de Sergio Leone: todo depende de la compra de un puñado de votos. Acaba dirigiendo el país un prófugo, minoritario incluso en Cataluña, con su mando a distancia. Hemos inventado la ‘extrademocracia’. Y con el agravamiento de la situación internacional, la impotencia ha llegado a su último límite. Resultaba patético ver a Pedro Sánchez, en la tribuna del Congreso, esforzándose por presentar la exigencia de la UE, con eufemismos y sin datos para no ofender a unos socios entregados a un pacifismo heredado de la santa y pacífica URSS.
Con aires de venganza personal, por medio de Ione Belarra, Pablo Iglesias dictó la condena: Pedro Sánchez es «el señor de la guerra». Una escena digna de un filme de Santiago Segura, si no fuera trágica la realidad, con el presidente forzado de hecho a traicionar sus deberes europeos o a mentir. Putin no es el covid. La UE no va a pagar las armas a España. Resulta indigno solo plantearlo.
Pero no hay salida, porque cualquier solución racional no puede ser hoy por hoy, y por ello resulta imposible. Sánchez se ha cerrado el camino seguido por esa Europa que tanto aprecia, de responder ante todo al interés nacional, con alguna forma de unión nacional. Se lo recordó Feijóo y se lo recordaron esos socios -excepción, el PNV- que necesitan seguir esgrimiendo su rigor antisistema, y de hecho antiEstado, para atender a sus clientelas. Y que al mismo tiempo que dinamitan la acción de Sánchez, están dispuestos a mantenerle en el poder por encima de todo. El presidente fue incapaz de dotar a su discurso de la altura requerida. No es Churchill, ni De Gaulle, ni Starmer. ni siquiera Macron. Solo fue un esforzado superviviente.
Para terminar, la reforma federal del Estado se hace cada vez más necesaria y, con la actual distribución de fuerzas, o con la previsible tras unas elecciones, seguirá siendo imposible. Junts, ERC, Bildu obtienen demasiados beneficios, tal como están las cosas -al PNV no le gusta la inestabilidad actual- y adónde van a ir los grupos izquierdistas si pierden su papel rentable de rémoras en el Gobierno o en la mayoría. No van a aceptar reforma alguna que en uno u otro caso disminuya su papel, no de partidos bisagra, sino de condicionantes de la política general atendiendo a sus particulares intereses.
Algo habrá que hacer, sin embargo, para salvar algún día la paradójica situación de un péndulo que se mueve entre la vocación dictatorial de un Ejecutivo entregado, en un sentido, a imponerse sobre la autonomía judicial y a servirse de las piezas de que dispone -Tribunal Constitucional, fiscal general del Estado- para alcanzar ese fin, y en otro, sometido a la doble presión de los partidos soberanistas y antisistema para ir arrancando fragmentos del orden constitucional, al tiempo que someten la acción de gobierno a un permanente mercadeo, y en definitiva a la parálisis. Pedro Sánchez detenta un mando absoluto, pero no puede gobernar.
La máxima urgencia residiría tal vez en la aplicación creativa -previa reforma puntual del artículo 90 de la Constitución- del artículo 94 de la Constitución italiana: que ante el rechazo de un proyecto de ley, el Gobierno plantease la cuestión de confianza, de modo que el ‘racket’ tipo Junts se viera limitado. Poca cosa, pero otras reformas legislativas y judiciales necesarias requerirán mayorías hoy impensables. Aun así, tampoco ‘pué’ ser.