Lo que el presidente plantea no es precisamente fortalecer la autonomía de la prensa, sino implantar nuevos mecanismos de control de la información
“A Bonaparte nunca le gustó la libertad de prensa. Pero promovió instrumentos periodísticos para sus fines políticos y militares” (Giuliano Gaeta, Storia del giornalismo). No conozco a ningún político al que le haya preocupado en serio la protección de la independencia de los periodistas. A ninguno. Son en cambio legión los que, desde que formalmente existe en España la libertad de prensa, han empleado todo su talento en encontrar el mejor modo de controlar a los medios y a sus profesionales.
No es un lamento. Ha sido siempre así y seguirá siendo así. La tensión entre políticos y periodistas es un síntoma de buena salud democrática. La alarma salta cuando los primeros, sobre todo si están en el Gobierno, llegan a la conclusión de que la prensa, al igual que el poder judicial, ha de someterse al control del poder soberano del pueblo, en su versión partidista y restringida. Como si la prensa fuera un poder más y no lo que es, un contrapeso, un contrapoder; el más importante de los contrapoderes existentes en una verdadera democracia.
La enfangada e indiscriminada campaña gubernamental contra los medios críticos -perfectamente distinguibles de las fábricas, que existen, de fake news– es el resultado de un poder político cuyas contradicciones y debilidades conforman una realidad incompatible con una prensa que se tome en serio su misión. Probablemente alguien ha llegado a la conclusión de que este es el momento, de que unos medios que atraviesan en no pocos casos serias dificultades financieras, y vienen arrastrando desde hace tiempo una pesada losa de descrédito, son ahora una presa fácil. Me gustaría decir que se equivocan. Y espero que se equivoquen.
La indiscriminada campaña gubernamental contra los medios críticos es el resultado de un poder político cuyas contradicciones y debilidades conforman una realidad incompatible con una prensa que se tome en serio su misión
Es cierto que la prensa, por variados motivos -entre los que destaca el impacto de las nuevas tecnologías-, atraviesa en España una de sus peores crisis. En este contexto de dificultad, y desde una convicción democrática, el papel de los poderes públicos debiera centrarse en ayudar estructuralmente a los medios a sobreponerse a una transición muy costosa y en muchos casos debilitante (no desde luego mediante subvenciones por valor de 100 millones de euros decididas por algún órgano gubernamental). Pero nada apunta, por lo que sabemos de la letra pequeña, a que el llamado plan de regeneración democrática impulsado por Pedro Sánchez tenga nada que ver con esta loable visión de las relaciones entre prensa y poder.
Una de las constantes en el modo de gobernar de Sánchez es su indudable habilidad para adaptarse a la adversidad. En una doble vertiente: la de “hacer de necesidad virtud”, aplicable a todo lo relacionado con las exigencias del independentismo; y la más reciente y proactiva, de utilización preferente en todo lo relacionado con el caso de Begoña Gómez, y que podría sintetizarse con una de las bravatas preferidas por los petulantes: “Eso no me lo dice usted en la calle”.
Las repentinas prisas que han llevado a Sánchez a utilizar la aplicación obligatoria del Reglamento Europeo de Libertad de los Medios de Comunicación para anunciar medidas complementarias contra la desinformación y los bulos, más bien parecen responder a las urgencias políticas y personales del presidente del Gobierno, no exentas de cierta dosis de intimidación. Una pista: el paquete regenerativo acordado con Sumar incluye la modificación de la Ley Orgánica 1/1982 de Protección del Derecho al Honor, al objeto de incluir una “reparación pública” (¿?) en los supuestos de “interminables instrucciones judiciales cuando no se produzca apertura del juicio oral pero se publiquen innumerables titulares afectando al honor o al buen nombre de la persona investigada”. Blanco y en botella. Cardero, calienta que sales.
Las repentinas prisas de Sánchez a incorporar el Reglamento europeo a las normas españolas, parecen responder a las urgencias políticas y personales del presidente del Gobierno
El desprecio al pluralismo informativo del que en estos años ha hecho gala el presidente del Gobierno, concentrando casi exclusivamente sus intervenciones en los medios que considera afines, es otro indicio que nos puede ilustrar sobre sus últimas intenciones. La letra y el espíritu del Reglamento (UE) 2024/1083 del Parlamento Europeo y del Consejo, de 11 de abril de 2024, refuerzan la protección y el pluralismo de los medios de comunicación, “en cuanto que dos de los pilares principales de la democracia y del Estado de Derecho”. Lo que Sánchez nos anuncia, a partir del ofrecimiento de un tutelaje no solicitado, no es eso, nada tiene que ver con el robustecimiento del pluralismo.
Lo que el presidente plantea -y lo confirmaremos cuando conozcamos todas las iniciativas que se preparan: por ejemplo, las propuestas de modificaciones en la Ley General de Publicidad, en la de Rectificación o en la de Derecho al Honor, entre otras normas- es la implantación de nuevos mecanismos de control de la información. Lo que se busca no es que la publicidad institucional sirva para favorecer la autonomía de los medios frente a intereses espurios, sino para limitar la autonomía inversora de los gobiernos regionales, ayuntamientos y diputaciones. Por cierto, objetivo que ni se habría planteado si Andalucía, Aragón, Galicia o la Comunidad Valenciana, Murcia o Extremadura estuvieran en manos del PSOE.
“No utilicen el Reglamento Europeo de Libertad de Medios (EMFA) como ‘caballo de Troya’ para controlarlos. El Gobierno no puede adentrarse en desarrollos normativos que atenten contra el verdadero espíritu de la ley europea de libertad de medios”, escribía recientemente Elena Herrero-Beaumont, directora de Ethosfera (de quien tomo prestado el título de esta columna). Me gustaría opinar de otro modo, pero a la vista de los antecedentes, me temo que es precisamente eso lo que Pedro Sánchez tiene en la cabeza.