De la declaración en el Tribunal Supremo de Jésica Rodríguez, la expareja de José Luis Ábalos, es inevitable extraer la conclusión de que la «relación particular» que el exministro mantenía con su pareja la hemos pagado todos los españoles, a veces en A y a veces en B.
En su declaración, Jésica Rodríguez, a la que el exministro conoció a través de un catálogo de modelos, ha reconocido que fue contratada en dos empresas públicas dependientes del Ministerio de Fomento: Ineco y Tragsatec.
Rodríguez ha afirmado también que recibió un ordenador para trabajar en ellas, pero que nunca llegó a hacerlo, aunque sí cobró por ello. Un ejemplo del eterno caciquismo clientelar que tan bien hemos conocido los españoles a lo largo de nuestra historia.
Jésica Rodríguez ha reconocido que residió desde 2019 hasta 2022 en un piso de lujo de Torre España, en Madrid, aunque ha dicho no saber quién pagaba su alquiler. Un informe de la UCO afirma que era Luis Alberto Escolano, socio de Víctor de Aldama, el que cada mes abonaba un total de 2.700 euros por ese alquiler.
Los whatsapps intervenidos a la trama demuestran, sin embargo, que Jésica Rodríguez conocía perfectamente la identidad del pagador del alquiler de su piso.
Jésica Rodríguez acompañó también a Ábalos en varios viajes oficiales. Entre ellos a Moscú, Rabat, Abu Dabi y Canadá. Por cada uno de los días en los que ejerció de acompañante del exministro, Jésica habría cobrado, presuntamente, 1.500 euros, además del coste de su estancia en hoteles de lujo y de la lencería y las prendas de ropa que compraba en tiendas como Women’secret.
Puede que las cantidades percibidas por Jésica Rodríguez no sean, al menos por lo que se conoce hasta el momento, tan relevantes como las de otros conocidos casos de corrupción, como el de los ERE, el de la Gürtel o el del propio caso Koldo.
Puede también que este caso acabe convertido, gracias a su mezcolanza de elementos melodrámaticos, sexuales y clientelares, en el material con el que los españoles fabriquen a partir de ahora sátiras, chanzas y burlas.
Pero conviene no minusvalorar su relevancia. Porque el caso de Jésica Rodríguez es representativo de una forma de entender el poder que difícilmente puede ventilarse como el proceder impropio de un ministro que hizo de la capa de su ministerio un sayo.
Porque las idas y venidas de Jésica Rodríguez, de Ábalos y de Koldo no eran ni secretas ni discretas. Eran públicas y requerían, sin duda alguna, del silencio y de la ceguera voluntaria de los trabajadores del ministerio, de los del gabinete de Ábalos y del de diplomáticos y otros altos cargos de varias administraciones públicas.
¿Y nadie, ni por un segundo, tuvo la elemental perspicacia de advertir sobre esa trabajadora de dos empresas públicas que no se presentaba a trabajar, pero que acompañaba al ministro, a cuerpo de rey, en muchos de sus viajes de trabajo?
El caso de Jésica Rodríguez tiene además un segundo ángulo especialmente significativo.
Porque el modo de proceder de José Luis Ábalos y de su núcleo más cercano encaja como un guante en el arquetipo izquierdista del rancio, corrupto y mentiroso político de derechas que dispone del dinero de los españoles a voluntad y de forma licenciosa. Del viejo cacique de las décadas de los 60 y 70 del siglo XIX español.
¿Cómo piensa evitar este gobierno no ser recordado por el caso de Jésica Rodríguez de la misma forma que el de Felipe González es hoy recordado por el de Roldán?
Ábalos no era además un político de rango menor. Era el ministro de Fomento, el que maneja una mayor porción de los Presupuestos Generales del Estado. También el número dos del Gobierno de Pedro Sánchez y el número dos del PSOE, además de una de las tres personas que acompañaron al hoy presidente tras su dimisión como secretario general del PSOE de nuevo hasta el liderazgo del partido y, desde ahí, a la Moncloa.
El presidente no puede por tanto escabullirse de su evidente responsabilidad política fingiendo no recordar al que durante ocho años fue su mano derecha.
Y esa responsabilidad debe asumirla como lo haría el adalid de la lucha contra la corrupción que ha dicho ser frente a los españoles.
El caso de Jésica Rodríguez no es ni menor ni una mera anécdota morbosa. Jésica es el símbolo de la forma de proceder de un gobierno que ha hecho de la hipocresía, táctica, y de la mentira, estrategia. De un Gobierno de PSOE, Sumar y Podemos que dijo llegar al poder para combatir la corrupción, y que ha acabado asolado por ella.
Que dijo ser feminista y defender la igualdad de hombres y mujeres mientras giraba la vista frente a casos de violencia sexual o de prostitución.
Que dijo, en fin, llegar a la Moncloa para limpiar y dignificar la política, y que ha acabado hundiéndola en el mismo barro en el que retozaron tantos otros como ellos en el pasado.