El Correo- KEPA AULESTIA

El atolladero cuenta con una única vía de salida: que muchos ciudadanos sientan compasión hacia los gobernantes socialistas que se dicen perseguidos

Las dos tomas informativas que revelarían el ángulo de visión desde el que opera actualmente La Moncloa son las declaraciones más sonadas del presidente durante su estancia en Nueva York. Una, en la que aseveraba la fortaleza del Ejecutivo socialista, sin duda porque la abducción internacional favorece una visión optimista de la realidad más doméstica. La otra, con la que transfería a la crisis catalana la responsabilidad última de que su mandato no llegue a 2020. El hilo conductor entre ambos asertos es la idea de una entereza propia que, si acaso, ponen en peligro los demás; la existencia de un proyecto que merece la pena, aunque otros no lo aprecien tanto como para sacrificarse por él. Probablemente son las consecuencias de una arribada sorpresiva a la Presidencia del Gobierno.

Hay un defecto de partida. Pedro Sánchez no ganó unas elecciones para postularse como presidente de Gobierno. Con la excepcional salvedad del traspaso de poderes entre Adolfo Suárez y Leopoldo Calvo-Sotelo, es el primer caso en que alguien accede a La Moncloa sin pasar antes por las urnas. Ello no resta legitimidad a la Presidencia, ni mucho menos. Pero somete a su titular y a su Gobierno a un test de estrés que, probablemente, nunca se aplicaría a quien hubiese logrado una victoria electoral. Por eso Sánchez se ve obligado a demostrar aquello que no se le había requerido a ningún otro con anterioridad. Se da, por otra parte, la circunstancia de que su investidura respondió más a un mandato ético que político. En esos términos se expresó ante el Congreso. De modo que la mínima falla de su Gobierno en el plano moral multiplica el escepticismo que induce la endeble arboladura política de un Ejecutivo que solo cuenta con 84 escaños de entusiastas.

Las ministras y ministros de Sánchez tienden a calificar a sus colegas de «ejemplares», incluso después de su dimisión. Porque hasta la renuncia obligada se presenta como ejemplar. De tal manera que brindan a la oposición un poder moral inmenso, porque ésta se permite juzgar el comportamiento de las y los designados por el socialismo no en virtud de su propio código sino en relación al código de Sánchez. Código ante el que hasta el propio Sánchez se quedó desnudo a cuenta de su tesis doctoral. Resulta hipócrita, ciertamente, una dialéctica por la que se condena al adversario a causa de la comisión de faltas que no constan como tales en la deontología propia. Hasta hiriente el paso de Pablo Casado por el Tribunal Supremo. Pero es una de las características que describe la república de Sánchez: la indefensión a la que se presta quien pretende erigirse en referente ético cuando no cuenta con una mayoría política sólida.

Los integrantes de la república de Sánchez se sienten injustamente tratados en su candor. Ninguna escena más elocuente que la protagonizada por el ministro Duque tratando de explicar que su sociedad respondía a necesidades de gestión y no a la búsqueda de ventajas tributarias. Han descubierto, además, que son objeto de un acoso implacable. Víctimas propiciatorias, nada menos, que de un chantaje al Estado. De esa manera se sacuden la porción de verdad que encierran tales revelaciones. Se indignan por haber sido descubiertos por quienes albergarían intereses aviesos, lo que les devuelve a la inocencia. Y se resisten a admitir que lo que ha aflorado estas semanas haya podido restar a la república de Sánchez el halo ético sobre el que pretendía gobernar.

El atolladero cuenta con una única vía de salida. Está en la esperanza de que muchos ciudadanos sientan compasión ante los gobernantes socialistas que se dicen perseguidos. Aunque tampoco sería suficiente si la república de Sánchez no se asegura la continuidad hasta 2020. O, en su defecto, no logra transferir a otros un final anticipado de la legislatura. Pedro Sánchez tiende a dirigir su Gobierno como si fuera presidente de una particular república. A la francesa. El secreto está en hacer coincidir la despedida del mandato con el momento de mejores expectativas electorales para el PSOE. Secreto imposible de desentrañar cuando la propia actuación del Gobierno contribuye a la volatilidad.