ABC 18/10/16
IGNACIO CAMACHO
· En ciertos ámbitos pervive un ecosistema tardoetarra en que el posterrorismo se vive con voluntad de resistencia
ESO de Alsasua, la valiente paliza coral a dos guardias civiles con sus parejas, no es un incidente sino un síntoma. Un indicio de conflicto mal cerrado, una señal de violencia latente: el retrato de una atmósfera de amenaza persistente como una especie de costumbre social. La de la cultura de la intimidación, la de la barbarie grupal perfumada con el áspero olor de la borroka. La de una cierta melancolía de los años de plomo. Y también la evidencia de que más allá de la sangre derramada, de las mutilaciones físicas de los tiros y las bombas, el terrorismo ha dejado en el norte de España una herida moral llamada odio.
El cese de los atentados ha generado una palpable y lógica sensación de alivio en el País Vasco y Navarra. Ya nadie duda de que se trata de un proceso irreversible, una dolorosa página pasada. Pero mientras las sociedades urbanas han asentado una rápida aclimatación al clima de libertad, patente incluso en el pulso vitalista de las calles, en ciertos ámbitos rurales queda pendiente un notorio problema de convivencia. Allí donde el mundo batasuno se hizo fuerte, en los pueblos que ETA convirtió en bastiones de influencia y en vivero de reclutamiento, la llamada paz esconde una sofocante hegemonía del miedo. Una presión cotidiana que asfixia el horizonte civil y lo somete a la tiranía de la coacción para crear una última reserva de radicalismo nostálgico de la supremacía violenta. Un ecosistema tardoetarra en que el posterrorismo se vive con voluntad de resistencia.
Esa contumacia moral tiene que ver con la falta de un relato claro de la victoria democrática y de la consiguiente derrota de ETA. Que no es sólo la de su aparato criminal sino la de su proyecto político, el que tratan de continuar sus legatarios sin pedir perdón y sin atisbo de sentimiento de culpa. Aferrados a la idea del empate táctico que aún creen poder convertir en triunfo si mantienen la intensidad adecuada. Y si el Estado y las fuerzas constitucionalistas declinan su obligación de establecer una insoslayable narrativa de vencedores y vencidos o se conforman con un statu quo de ambigüedad transigente y resignada.
Porque ellos, los herederos del terror, no se van a conformar. Mantienen vivo su espíritu tribal, su cerrazón sectaria. Su reacción ante la agresión de Alsasua ha consistido en arropar sin fisuras a los matones. En acusar de provocación –«en nuestro terreno», el que consideran exclusivamente suyo– a los guardias apalizados. En exigir la libertad de los detenidos. El manual de los viejos tiempos, el único que conocen porque no son capaces de reinsertarse en la ley ni en el respeto ni en la concordia. Y porque de alguna forma los ampara la infame, equívoca equidistancia de esas autoridades regionales y locales que apelan a la mutua responsabilidad –¿mutua de quién, de apaleadores y apaleados?– en su tramposa construcción de una paz falsa.