JOSU DE MIGUEL BÁRCENA -El Correo
Pedro Sánchez señaló durante la moción de censura que uno de los culpables de la situación que vivimos en Cataluña es el Tribunal Constitucional (TC). Con ello se venía a aceptar el relato nacionalista, que apunta a la sentencia sobre el Estatut como la responsable de la efervescencia independentista, pese a que la primera gran manifestación soberanista se produjo dos años después del pronunciamiento del Alto Tribunal (2010). Así las cosas, la ministra Meritxel Batet lo ha dejado caer y el expresidente Zapatero lo ha expresado diáfanamente: hay que recuperar (o resucitar) la parte del Estatut mutilada para normalizar la relación entre España y Cataluña.
No espere el lector que yo vaya a plantear una solución para resolver el contencioso catalán. Más bien me propongo matizar algunos extremos del mito que parece aceptar el Gobierno de Sánchez. El independentismo no es fruto de ninguna sentencia del TC, más bien de una política de nacionalización llevada a cabo con esmero y contumacia desde hace casi 40 años y del desafortunado proyecto de reforma del Estatut planteado por Maragall para atraer a ERC al primer Gobierno tripartito tras la era Pujol. En el año 2003, cuando se hacen públicas las intenciones del PSC y de su líder, el porcentaje de ciudadanos que quería mejorar el autogobierno de Cataluña mediante una reforma del Estatut no alcanzaba el 15%. Miren dónde estamos ahora.
Vale recordar que aquella reforma fue nefasta por dos razones. La primera, porque se hizo sin el consenso de uno de los dos grandes partidos españoles, el PP, al que se expulsó del proceso político catalán en el famoso Pacto del Tinell. La segunda tuvo que ver con la ingeniería jurídica: como había una mayoría absoluta de Aznar en ese momento, el PSC y el nacionalismo catalán pensaron que era imposible una reforma constitucional en las Cortes Generales y que la mejor forma de modificar la Norma Fundamental era hacerlo por la puerta de atrás, es decir, mediante una profunda modificación estatutaria.
El resultado de este doble error fue un recurso ante el TC del PP, plenamente legítimo porque la ley orgánica que lo regula así lo preveía entonces y así lo prevé ahora. Como es de todos conocido, la sentencia anuló unos pocos artículos y se reinterpretaron un buen número de disposiciones para evitar un mayor desaguisado.
Tras la sentencia, una salida al embrollo habría sido llevar a cabo los pertinentes cambios legales para salvar las inconstitucionalidades. Pero no se hicieron. Ahora bien, el tiempo de hoy es muy distinto al tiempo de entonces. Porque desde enero de 2013, cuando la Generalitat y los partidos independentistas comenzaron a utilizar todos los medios a su alcance para conseguir la secesión, una parte muy importante de la ciudadanía de Cataluña percibe el autogobierno con clara desconfianza. Muchos ciudadanos catalanes, no nacionalistas, no se cuestionan cómo ampliar o mejorar la autonomía, sino el modo en el que se ejercieron los amplios poderes que se ostentaban. Y por mucho que se ponga énfasis en la respuesta del Estado, tal ejercicio remite a una panoplia de graves ilegalidades que culminaron con la declaración unilateral de independencia del Parlament el 27 de octubre de 2017.
Así las cosas, parece que lo conveniente al día de hoy es resucitar el Estatut, pero no las partes anuladas o reinterpretadas por el TC en su día, sino la actual norma básica que garantiza la convivencia entre catalanes. Para ello, antes de aumentar las competencias o mejorar la financiación, es imprescindible que se cumpla la legalidad, volviendo a utilizar las instituciones en beneficio del conjunto de la sociedad, recuperando el principio de neutralidad en la realización de las políticas públicas y usando los recursos en los estrictos límites establecidos por el propio Estatut. De momento, la única noticia cierta que tenemos es que se ha formado un Gobierno en la Generalitat con las mismas fuerzas que realizaron un golpe de Estado fallido hace unos meses: en sus manos está tratar de recuperar la confianza perdida por muchos ciudadanos que no están en su órbita ideológica.
Creo que la experiencia catalana también debería servir para que en Euskadi no se cometan los mismos errores. Reformar el Estatuto es modificar el pacto sobre el que se eleva y sostiene el sistema institucional. No estoy seguro, para empezar, que ésta sea una prioridad de la sociedad vasca, más satisfecha con los generosos rendimientos del Concierto. Además, ya se atisban propuestas que chocan frontalmente con la Constitución (incorporar una nacionalidad distinta a la española). Por último, puede que surja la tentación de hacer un nuevo Estatuto sin contar con el consenso de todas las fuerzas políticas, como ocurrió con el caso catalán. El guión nacionalista siempre pasa por crear conflictos, esperar que otros los resuelvan y terminar recogiendo los posibles frutos. Asombroso que algunos aún no hayan entendido la mecánica del peligroso juego.