- Iglesias no viene a regenerar nada. Viene a vengarse de la realidad que lo expulsó de la política por su incapacidad para gestionar la realidad más allá de las consignas populistas.
La historia política reciente de España demuestra que algunas derrotas no enseñan nada. Y la de Pablo Iglesias es una de las más llamativas.
Tras haber sido vicepresidente de un gobierno que debilitó las instituciones, polarizó la sociedad y desnaturalizó la acción pública, el exlíder de Podemos pretende volver. No con oferta de ideas, sino con ánimo de revancha.
No con proyecto, sino con una voluntad de demolición que anuncia sin pudor.
Hablamos de un profundo resentimiento personal convertido en estrategia política. El hostelero fracasado de retórica revolucionaria, el académico reconvertido en comunicador militante, busca de nuevo escenario y focos.
Y, para conseguirlo, no duda en alentar nada menos que la insurrección (aún no sabemos cuánto de simbólica) contra los pilares del Estado de derecho.
Cuando un actor político resentido y apartado como Iglesias llama en voz alta a “reventar” las instituciones, en un escenario tan agotado y polarizado como el español, es que ha naturalizado el desquite. El objetivo es la deslegitimación de quienes investigan, informan o mantienen el orden público.
Ya no pretende persuadir a la ciudadanía, sino quebrar su confianza en los mediadores sociales que sostienen la democracia.
No es probable que sus palabras, cuidadosamente elegidas, sean punibles, pero son profundamente peligrosas. No necesita que nadie actúe, le basta con que muchos duden de las reglas del juego.
Y en esa duda es donde prospera el autoritarismo.
El Tribunal Supremo rechazó una querella contra Santiago Abascal por decir que “el pueblo querrá colgar a Sánchez de los pies”, al entender que, aunque repugnante, era una hipérbole política sin riesgo real de violencia.
Esa jurisprudencia protege el pluralismo y la dureza del debate, pero no exonera del deber ético de responsabilidad.
Iglesias se ampara en esa frontera difusa para avanzar un paso más allá: transformar la impunidad del insulto en legitimación del hostigamiento.
Porque no se trata de lo que él diga, sino de lo que induce.
Cuando alguien con el historial y el altavoz de Iglesias pide “reventar” a los jueces, a los medios y a la Guardia Civil, está señalando objetivos. Y lo hace en un contexto de polarización extrema, donde las palabras actúan como fósforos.
El Derecho penal exige incitación directa, riesgo concreto o vínculo entre discurso y acción para sancionar. Iglesias conoce bien esa línea y la explota: deja la chispa encendida para que otros ardan. La vieja técnica del agitador.
Conviene recordar lo que dejó Pablo Iglesias tras su paso por el poder.
1. Su vicepresidencia fue destructiva. Mientras España vivía el confinamiento más largo de Europa, el vicepresidente social huyó de las residencias y su cogobierno se dedicó a dividir en lugar de unir.
2. La igualdad se convirtió en arma de propaganda de su pareja política, una ministra incapaz de proteger a las mujeres reales de la violencia real, premiando por ley a las manadas.
3. El Ministerio de consumo, en manos del compañero de botellines, consiguió convertir la política alimentaria en un chiste ideológico.
4. Y el aparato de Podemos al completo se desangró entre causas judiciales, denuncias internas y un desprecio sistemático al mérito y la gestión.
El legado de Iglesias fue un país más polarizado, más cínico y más fatigado. Su función no fue gobernar, sino corroer.
Ahora, con el flanco electoral de la izquierda exhausto, con un gobierno debilitado y ávido de cualquier apoyo parlamentario, Iglesias pretende reaparecer como el espíritu insurgente que fingió ser antes de tocar el poder.
Pero el disfraz ya no engaña a nadie. No hay idealismo ni crítica, solo cálculo. Pura revancha.
En esta reaparición, Iglesias viene exhibiendo sin rubor un programa de confrontación con el corazón del sistema. No desde el análisis de un politólogo, sino con la arenga de un derrotado.
El exvicepresidente Pablo Iglesias, este sábado durante la’Uni de Otoño’ de Podemos. Europa Press
Descarado, escandaloso, genuinamente agresivo. Un empresario de mediana edad y regular fortuna que, desde sus plataformas mediáticas, siempre oscuramente financiadas, convoca al levantamiento contra los escudos de la democracia. Su mensaje no es sino vocación de sabotaje político.
A esto se suma la internacionalización calculada de su retorno. Siempre públicamente afecto a regímenes autoritarios por los que muestra su desvergonzada simpatía (China, Rusia, Venezuela, Irán), Iglesias se ha reinstalado en la órbita de poder mundial que desprecia la libertad individual.
Su escandalosa y no contestada posición sobre el Premio Nobel de la Paz a María Corina Machado, cargada de sarcasmo y desprecio hacia una mujer que simboliza la resistencia democrática, retrata con toda crudeza su anemia moral.
Donde los demócratas celebramos reconocer la lucha pacífica por la libertad, Iglesias vomita golpes de estado imaginarios y dictadores muertos.
Donde un europeísta se alegra, él cabalga la burla feroz.
Es fundamental denunciar (y combatir activamente) la resurrección zombi de Pablo Iglesias. No por animadversión ideológica, sino por la más pragmática responsabilidad.
Quienes ya probamos su bota cuando estuvo en el poder (es decir, todos los españoles que padecimos su vicepresidencia destructiva, su gestión sectaria y la degradación institucional que la acompañó) no deberíamos permitir que vuelva a revestir su cinismo con discursos de redención.
Iglesias no viene a regenerar nada: viene a vengarse de la realidad que lo expulsó.
Cuando se normaliza el desprecio hacia las instituciones que garantizan la libertad, se quiebra el Estado de derecho. Si eso ocurre en un país miembro de la Unión Europea, tenemos un problema gravísimo.
Por eso urge recuperar el valor cívico de la desconfianza razonable. No hacia los jueces ni los periodistas, sino hacia quienes usan la política como catarsis personal. Suelen hacerlo cuando sienten que la sociedad está demasiado cansada para resistirse, y ahí está la trampa.
Cuando el desánimo sustituye a la vigilancia, el populismo vuelve a entrar por la puerta de servicio.
Como la de su chalé de Galapagar.
La respuesta no es el silencio ni el hartazgo. Es la lucidez cívica, el rigor mediático y la determinación de desenmascararlo y rechazarlo de forma proactiva, devolviéndolo al ostracismo democrático del que nunca debería salir.
Porque España no necesita caudillos posmodernos que amenacen con “reventarlo todo”. Necesita ciudadanos que tomen las riendas, recuerden lo que ya vivimos y decidan no repetirlo.
Jamás.