IGNACIO CAMACHO-ABC
Los nacionalistas son maestros de la posverdad, expertos en mitologías, soberbios narradores de patrañas victimistas
EN la batalla de la comunicación, el Estado ha salido derrotado en Cataluña. Perdió por incomparecencia y esa clase de fracasos no se remontan nunca. Quizá podría revertir con mucho esfuerzo el del adoctrinamiento educativo, aunque eso tampoco sucederá porque son demasiados años de pedagogía de la ruptura; pero en la propaganda los soberanistas tienen superioridad abrumadora, concluyente, absoluta. Dominan las redes sociales, imponen los marcos del debate, establecen las consignas triunfantes y sincronizan a los suyos bajo una voz única. Manejan lo que ahora se llama «el relato» con una cohesión sin fisuras, y cada vez que se lo proponen le atizan al Gobierno una verdadera tunda. Son maestros de la posverdad, expertos creadores de mitos, invenciones y patrañas puras.
La última ha sido la del vídeo ucraniano, ese portento victimista y quejumbroso en el que piden a la comunidad internacional socorro para un pueblo oprimido y vapuleado. Se necesita un aplomo descomunal y un atrevido descaro para sostener que la Cataluña del siglo XXI carece de libertades democráticas y sufre violaciones de derechos humanos perpetradas con saña por un poder autoritario. Los separatistas tienen cuajo de sobra para eso y para más, y lo usan con cinismo desacomplejado. Pero también con soberbia eficacia en la presentación de argumentos falsos, dirigidos a una mentalidad extranjera habituada a la contemplación de España bajo el prisma de la herencia de Franco. Y desde el mismo momento en que lo primordial de un mensaje no es su veracidad sino su capacidad de provocar sacudidas emotivas y sentimientos dramáticos, cualquier truco, manipulación o embeleco queda justificado. En la técnica populista de excitación de pasiones sólo importa el efecto publicitario. El fraude conceptual tiene sentido si causa impacto.
Se trata de un método de éxito contrastado; el soberanismo lleva ensayando sus armas de intoxicación masiva desde hace muchos años. La escuela y la televisión autonómica han creado un estado acrítico de opinión pública y difundido un pensamiento obligatorio con moldes de sectarismo totalitario. Ese trabajo de instrucción concienzuda ha abducido a buena parte de la sociedad catalana en la burbuja de un antiespañolismo sistemático. Y todo eso ha sucedido en un vacío de antagonismo, ante la completa ausencia de discurso contrario. En un clima de unanimidad sin refutación ni en el ámbito doméstico ni en el diplomático.
Ahora no sólo es demasiado tarde para reaccionar, sino que el Estado carece de interés en discutir esa hegemonía. Su única estrategia contra la crecida de independentismo ha sido la de la lenta lógica de la justicia. Y cuando está a punto de resultar imprescindible la acción política, España aparece ante la opinión mundial como agresora de una comunidad sometida. La revolución de las sonrisas no era más que la impune revolución de las mentiras.