ARCADI ESPADA – EL MUNDO – 15/05/16
· Mi liberada: Ha llegado el momento de marcar distancias. Cada vez que Pablo Iglesias, Anna Gabriel o un miembro de la Cup menstrual abre la boca, hay alguien que pasa por mi lado y susurra insidioso: «¡Como tú de joven!». No solo es una injusticia sino también una burda falsedad. Al igual que hace Iglesias, yo leía a Gramsci. Era (entonces: ya no sé qué es) un pensador simpático, fácil y práctico; y lo suficientemente cultural. Siempre ha sido importante ser cultural. Algunos de sus conceptos: crisis, guerra de posiciones, guerra de movimientos, hegemonía… cultural eran de amplio espectro y, metaforizados, esmaltaban brillantemente las conversaciones.
La antología gramsciana de Manuel Sacristán estaba escrita, además, en un castellano sobrio y cuidado y parecía que el traductor traducía no solo por fuera, sino también por dentro, entendiendo lo que traducía. Aunque la diputada Anna Gabriel no ha dado detalles de su base teorética, debo decir que yo también leí Las comunas. Alternativa a la familia, de Josep Maria Carandell, uno de esos cuadernos ínfimos y plateados de Tusquets Editores, publicado en 1972. Lo más interesante que puede decirse de este ameno librito, donde se dictamina con alegre desfachatez que la familia nace con la revolución industrial, afecta a la biografía del propio Carandell.
Era un hombre que hasta tal punto gustaba a las mujeres que al entrar en los bares con un amigo solía decirle: «Señálame una y te apuesto lo que quieras a que salgo del bar con ella». Y así era siempre, y eso era todo respecto a las comunas. Nunca he tenido la regla. Aunque el hermano de un amigo de la infancia, otro hombre de éxito, se libró de una adolescente pija y pesadísima asegurándole que aquella noche no podía, que tenía la regla, «como nos pasa a todos los hombres una vez al año, ya es mala suerte, chica», y convenciéndola. Yo no, ciertamente; pero las propuestas de la Cup para la higiene íntima de las chavalas me llevan a John Seymour y sus retroutopías, aquel Horticultor Autosuficiente que lo abrías y olía a estiércol. La Cup, Seymour, esta cosa infectada de lo natural.
Espero que las aportaciones no cesen. Y que próximamente los economistas podémicos me den la oportunidad de escribir sobre Wolfgang Harich y el crecimiento cero: ¿Comunismo sin crecimiento? se llamaba el libro de aquel alemán democrático que también había traído Sacristán. Y que en algún municipio regido o determinado por la Cup (en realidad toda Cataluña está regida o determinada por la Cup) se empiecen a instalar acumuladores de orgón. ¡Todo el mundo debería saber de qué hablo! Fueron ideados por el hombre que, después de Carandell, más admiré en mi juventud, Wilhelm Reich, el autor de La revolución sexual, La función del orgasmo y Psicología de masas del fascismo. Reich, que fue un psicoanalista heteredoxo, sentaba a sus pacientes en el habitáculo, del tamaño aproximado de un cuerpo de armario, para que las paredes de madera y metal acumularan su energía orgónica.
Esa energía, libre de masa y de cualquier estorbo puramente físico, estaba vinculada con la corriente libidinosa del hombre cuya contención, en estrictos términos freudianos, está a la vez en el origen de la cultura y de la enfermedad mental. Reich preveía que una vez liberada la energía letal iban a derrotarse de una tacada el fascismo y el cáncer, le même combat.
La cuestión, mi liberada, es que Gramsci, Seymour o Reich y tantos otros son visiones de mis 20 años. Injustificables, ciertamente, porque no deja de ser humillante evaluar los frutos de alguien por su edad. Pero aún así: de los 20 años. El primer dato escamoteado en torno a las paparruchas de la izquierda indigente es la edad. Pablo Iglesias tiene 37. Y el aniñamiento físico y mental de la diputada Gabriel no resiste la mirada de cerca: ha cumplido los 40. La esperanza de vida ha aumentado. Se madura tarde. El cerebro es un pedazo de tofu muy plástico. Pero aún así: la diputada Gabriel dice que quiere dar hijos a la tribu, cuando su fertilidad ya declina. Algo más.
La pseudociencia de la extrema izquierda ya gobernante en Madrid, Barcelona y otras ciudades y comunidades españolas, destila un lamentable olor a leche regurgitada. Es cierto que cuando Carandell entraba en los bares de Berkeley, Fourier y los kibbutz ya habían dado grandes y graves resultados para la historia. Y que cuando coreábamos evviva il grande il bravo partito comunista de Gramsci, Togliatti, Longo e Berlinguer!, hacía muchos años que Nin, Gide, y hasta Pla habían vuelto de la Urss. Repito que nunca se tiene derecho a decir estupideces. Pero lo que antes de 1989 era un engaño del bien después de 1989 es un crimen del mal. Y el arsenal utópico de la extrema izquierda española, una distopía: lo que en el vocabulario político se conoce como ficción probadamente indeseable y en Medicina alude al funcionamiento anormal de un órgano, en este caso el cerebro.
La obligación, el mandato, de los hijos es poner en apuros a los padres. Así lo hicieron metiéndole electricidad a la música, apartando el matrimonio del sexo o viajando en autobús con Rosa Parks. Es realmente llamativo, ¡aunque apropiado a su condición!, que los indigentes políticos españoles quieran poner en apuros a sus padres con la ropa vieja que estos vistieron. La revolución es una regurgitación: el camino de la revolución acaba en la democracia.
A medida que fui dejando el lugar del hijo para ocupar el del padre pensé que el horizonte utópico iba a ponerse interesante: cyborgs, libre albedrío, realidad virtual, singularidad y mil etcéteras. Iba pertrechándome para la tensión ética que trae la ciencia entre lo que se puede hacer y lo que se debe hacer. Fantaseaba con que al paraíso socialista tan bien parido (¡ah, la violencia, gran partera!) por la dictadura del prole iba a sucederle, por ejemplo, la posibilidad de un mundo que reuniera en un mismo tiempo criaturas mortales e inmortales; y lo que habría que pensar y hacer entonces, y cómo el desgarro generacional adquiriría proporciones épicas. Pero ya ves, liberada. Ha resultado que el problema que traen ahora los hijos es poner a los padres frente al espejo, no de lo que los padres son, sino de lo que fueron. O sea que Brel tenía razón en su bucle. Los burgueses son como los cerdos, monsieur le commissaire.
Sigue ciega tu camino
ARCADI ESPADA – EL MUNDO – 15/05/16