La entrega de la rosa blanca a Ahotsak, recogida por Jone Goirizelaia, no fue un acto simpático, más o menos discutible, sino un gesto simbólico que insulta a la democracia y, sobre todo, ofende a las víctimas del terrorismo etarra. Nuestro futuro se juega en la interpretación que prevalezca de nuestro pasado reciente y en la forma en que se entienda el fin de ETA.
No entiendo qué cualificación, capacidad o penetración específica suponga el ser mujer para que, en condición de tales, se constituya un grupo (Ahotsak) «para reivindicar su papel y su protagonismo» en el famoso ‘proceso’ de paz en el País Vasco, como una avanzadilla suprapartidaria, y cuyo manifiesto fundacional asume los postulados nacionalistas y no menciona ni el respeto a la legalidad vigente ni a las víctimas del terrorismo. Me precipito a decir que tales ausencias descalifican radicalmente, en mi opinión, al grupo, a sus promotoras y a su forma de entender la tarea política que tenemos por delante. Me parece legítimo y positivo que se establezcan colectivos femeninos para las reivindicaciones específicas de la mujer o que tengan que ver con su problemática propia, bien amplia por cierto (que también deben ser asumidas por los varones). Pero lo de Ahotsak me parece una operación estrambótica, aunque no desinteresada. Conozco a muchas mujeres con una visión muy tradicional del rol femenino, que están de acuerdo con la declaración de Ahotsak, como también conozco a muchas otras, que están en la vanguardia de las reivindicaciones femeninas en campos diversos, que están indignadas con la mencionada asociación. Me admira la enorme habilidad del abertzalismo radical de crear plataformas en todos los ámbitos sociales para impulsar sus proyectos. La notable presencia de mujeres socialistas la pongo a la cuenta del desconcierto a que me tiene sumido el partido al que pertenecen.
Así lo veía yo, pero el otro día me quedé estupefacto cuando contemplé a una actriz, heraldo de la progresía social, que, en nombre de las mujeres de la Unión de Actores, le concedía la rosa blanca de la paz a Ahotsak, en cuyo nombre la recibía una sonriente Jone Goirizelaia. Simplemente indignante. Era avalar a quienes pretenden hacernos ver que el final de ETA se lo tenemos que agradecer no a la fuerza democrática del Estado, sino a la lucha de la izquierda abertzale. Me indigné con esa ‘izquierda divina’, con esa progresía bobalicona, que se mete donde no entiende, especialista en equivocarse políticamente y que no sabe vivir sin la luz de los focos. Que razón tiene Muñoz Molina cuando dice -le debo la cita a Cristina Cuesta- que «el radicalismo es muchas veces el último hijo de los privilegiados». Les contaré una experiencia análoga. Estoy harto de tener que desmontar, durante años, en diversas ciudades españolas, en foros organizados por cristianos supuestamente progresistas y más a la izquierda que nadie, los argumentos de quienes venían a contextualizar, atenuar, cuando no a exculpar la violencia etarra invocando la violencia del Estado y la opresión estructural. Aquello se pasó, pero ahora reaparece la enfermedad, de forma mitigada, bajo la forma de ‘diálogo sin condiciones’ y ‘soberanía sin límites’. Hay un pose por aparecer de izquierdas, laicista radical o religioso fervoroso, lo mismo da, que en nombre de quimeras o, simplemente, para ‘épater le bourgeois’, acaban deslegitimando al Estado o, por ceñirnos a nuestro caso, asumiendo el rupturismo social existente en el País Vasco.
Vivimos una coyuntura política especialmente confusa y delicada, en la que el partido gobernante nos sorprende cada día. Da la impresión de que asistimos, como al inicio de un combate de boxeo, a amagos rápidos, al baile alrededor del adversario, a pruebas tácticas. Ahora bien, los políticos batasunos son gente muy curtida, tenaz, con convicciones muy hondas, a veces rayanas en el fanatismo, que juegan con la posibilidad de alianzas tácticas o ideológicas, según convenga; políticos incansables, que saben enfervorizar a la masa y que dominan y retuercen el lenguaje con la maestría típica de los totalitarismos. ¿Cuenta Zapatero con la verdadera naturaleza del nacionalismo vasco, con su involución ideológica de los últimos años que tanto ha calado en su gente, con su resistencia a una actualización ilustrada de sus postulados fundacionales? Lo que está en juego requiere mucho más que flexibilidad y audacia táctica. El Gobierno español quiere dar la impresión de que administra con flexibilidad la decadencia irreversible del terrorismo y la izquierda abertzale quiere dejar claro que se está siguiendo el guión marcado por ella. Se pide a los ciudadanos una confianza que va bastante más allá de lo que los datos (declaración de los encapuchados, kale borroka, irredentismo ideológico…) permiten deducir, dándonos a entender que el juego se dilucida entra bambalinas. Y me parece que la opinión pública está cansada y la sociedad vasca -que en toda esta tropelía pocas veces ha estado a la altura debida- lo que quiere es pasar página, olvidarse, vivir bien y está dispuesta -es mi pesimista percepción- a tragarse sapos y culebras.
Lo que no se puede aceptar es que se imponga la interpretación que el abertzalismo radical da de la historia de nuestros últimos treinta años, que tenían razón cuando decían que en Euskadi no había democracia ni libertad, que ni la Constitución ni el Estatuto valían, porque eso supone la legitimación de ETA y su barbarie. Los terroristas nos habrían abierto las puertas de la verdadera democracia. La prevalencia del proyecto político de Jone Goirizelaia y de Arnaldo Otegi supondría la deslegitimación de la democracia, la derrota del Estado de derecho y el triunfo moral de los terroristas. Sería el envilecimiento moral de nuestra sociedad. Si esto llegase a suceder lo mejor sería, usando una frase del evangelio, «sacudir el polvo de nuestros pies» y alejarnos del País Vasco. La entrega de la rosa blanca no fue un acto simpático, más o menos discutible, sino un gesto simbólico que insulta a la democracia y, sobre todo, ofende a las víctimas del terrorismo etarra. Nuestro futuro se juega en la interpretación que prevalezca de nuestro pasado reciente y en la forma en que se entienda el fin de ETA.
En efecto, las víctimas eran elegidas como representantes de lo que se quería excluir de la Euskal Herria homogénea y nacionalista de la quimera del abertzalismo etarra. Pues bien, es ahora precisamente, cuando se discuten los pasos a dar y la metodología del ‘proceso’, cuando hay que reivindicar con más fuerza que los ‘prescindibles’ para ETA son los absolutamente imprescindibles para nuestro futuro. Más importante que la discusión de cualquier cuestión política, y previo a ello, está el reconocimiento de la injusticia que sufrieron y de la indignidad de la causa por la que les victimaron. El lugar de la rosa blanca está en el monolito que les debemos a todas las víctimas del fanatismo nacionalista. Y nadie mejor que unas manos de mujer para colocarlas, porque son, quizá, las que más de cerca saben lo que es el sufrimiento de años y las ausencias para siempre. Podrían ser las manos de Maite, Pilar, Cristina, Laura, Angela, Amaia, Tomasi y tantas y tantas …, esposas, hijas, hermanas, a las que el dolor, radicalmente injusto, les ha convertido en testigos de una memoria imprescriptible.
Rafael Aguirre, EL CORREO, 6/6/2006