JAVIER TAJADURA TEJADA-EL CORREO.14/4/22

  • Sánchez lleva a sus últimas consecuencias el gobierno por decreto-ley que ya iniciaron sus antecesores, relegando a las Cámaras y orillando al jefe del Estado

La criminal invasión de Ucrania por Rusia ha agravado la crítica situación de nuestra economía. En este contexto, el Gobierno aprobó a finales del mes pasado un decreto-ley de medidas urgentes para hacer frente a las consecuencias económicas y sociales de la guerra que deberá ser sometido a votación en el Congreso de los Diputados en el plazo de treinta días. En la medida en que estamos habituados a que se gobierne a través del decreto-ley, hemos ‘normalizado’ la utilización de este instrumento extraordinario cuyo uso abusivo es una manifestación más del deterioro de nuestro Estado de Derecho.

El Estado de Derecho se basa en el ‘imperio de la ley’; esto es, de una norma elaborada y aprobada por el Parlamento como resultado de un proceso de deliberación en el que participan y expresan su posición los portavoces de los distintos partidos políticos. El valor de la ley reside no solo en el hecho de ser aprobada por los representantes de los ciudadanos, sino sobre todo en el procedimiento legislativo seguido con debates públicos que reflejan el pluralismo y, en última instancia, permiten el acuerdo.

Puede ocurrir que circunstancias extraordinarias -como podría ser la guerra de Ucrania- exijan aprobar una ley con urgencia. En esos casos, el procedimiento legislativo ordinario puede ser reemplazado por un procedimiento de urgencia merced al cual el plazo de elaboración y aprobación de una ley puede reducirse a menos de dos semanas. Si eso tampoco resultara suficiente, la Constitución permite al Gobierno, excepcionalmente, recurrir al decreto-ley: una norma con rango de ley que entra en vigor de inmediato.

Ante el peligro de utilización autoritaria de este instrumento, la Constitución impone tres límites: que solo se puede utilizar en circunstancias de «extraordinaria y urgente necesidad»; que no puede afectar a determinadas materias (derechos y libertades entre otras) y que debe ser sometida a votación en el Congreso en el plazo de treinta días. Ninguno de estos tres límites ha funcionado en España. Por ello cabe denunciar, como ha hecho Ignacio Astarloa, que el imperio de la ley ha sido reemplazado por el imperio del decreto-ley. Se utiliza de forma sistemática aunque no exista urgencia objetiva alguna puesto que el Tribunal Constitucional, en una doctrina nefasta, entiende que basta que algo sea urgente para el Gobierno (desarrollar su programa legislativo) para que sea lícito emplearlo; los límites materiales no se respetan puesto que se ha alterado el sistema tributario y el órgano de gobierno de la televisión pública por decreto-ley, por citar sólo dos ejemplos. El control del Congreso ha sido inoperante, puesto que con los dedos de una mano pueden contarse los casos en que el decreto-ley ha sido rechazado.

Las cifras hablan por sí solas: entre 1979 y 2015 se aprobaron 518 decretos-leyes frente a 1.793 leyes. Y entre 2016 y el 1 de diciembre de 2021 fueron 140 decretos-leyes por tan solo 77 normas. No es por ello exagerado afirmar que vivimos bajo el imperio del decreto-ley.

Una gran parte de los decretos-leyes aprobados carece de justificación y supone utilizar un procedimiento extraordinario como si fuese ordinario. Es muy lamentable que el Constitucional haya avalado esta praxis y en todo caso es una de las manifestaciones más preocupantes del declive de nuestro Parlamento y de la deriva presidencialista del régimen. Es el Gobierno y no el Parlamento el que durante los últimos seis años ha ejercido de forma claramente predominante la potestad legislativa del Estado. Si a ello añadimos que, con el presidente Sánchez, en el funcionamiento del Gobierno se ha acentuado hasta el extremo el principio de dirección presidencial y, de facto, las decisiones han dejado de ser tomadas de forma colegiada, nos encontramos ya -como ha denunciado el profesor y exmagistrado constitucional Manuel Aragón- ante un «parlamentarismo presidencialista» claramente contrario a la forma de gobierno establecida en nuestra Constitución. Régimen de facto presidencial en el que la jefatura del Estado ha sido por completo orillada.

El cambio de posición respecto a la cuestión del Sáhara Occidental es un ejemplo muy significativo de ello. Con independencia de su acierto material, la forma es inaceptable. Una modificación tal solo puede ser resultado de un acuerdo formalizado en sede parlamentaria por los grandes partidos. Corresponde al Gobierno como director de la política exterior impulsarlo, pero sin el respaldo del Parlamento no resulta admisible.

El presidente Sánchez gobierna de forma personalista, atribuyéndose funciones que son del Gobierno como órgano colegiado, relegando al Parlamento a un lugar secundario y orillando al jefe del Estado. En ese contexto ha llevado a sus últimas consecuencias el gobierno por decreto-ley que ya iniciaron sus antecesores. Y lo ha hecho con éxito porque no parece que esa forma antiparlamentaria de gobernar suscite grandes críticas en la opinión pública.