La ruina (separatista) catalana

ABC – 29/12/15 – JAVIER RUPÉREZ

Javier Rupérez
Javier Rupérez

· «No es la mejor manera de recuperar la igualdad y camino queda, a catalanes y a los que no lo son, para reconstruir un proyecto común para España. Pero al menos demos a cada cual lo suyo: la Cataluña de los separatistas vale tanto, o tan poco, como lo que vale la peor de la regiones españolas. Es una manera de recuperar el sentido  de las proporciones»

EN este variopinto mosaico al que llamamos España, y que incluso algunos, entre la licencia literaria y la corrección política denominan bellamente «las Españas», todos en algún momento hemos tenido conciencia de nuestros orígenes regionales y de los papeles que en función de ellos una historia inveterada nos había adjudicado. Es esta una realidad que con mucho precede a la España de las autonomías que consagró la Constitución de 1978 y que, para aquellos que gustan depositar sobre la dictadura todos los males de la patria, incluso tenía su existencia antes de que Franco impusiera su orden al final de la Guerra Civil. Sin exageraciones terminológicas cabría recurrir al manido tópico de la noche de los tiempos para intentar situar el momento en que comenzaron a grabarse nuestras particularidades localistas y sus correspondientes caracterizaciones.

Es así como cuajó la imagen del castellano seco y sobrio, incapaz de otra cosa que no fuera la hazaña bélica, la dominación tortuosa o incluso la matanza sistemática de sarracenos, judíos o indoamericanos, en tareas para las que siempre encontraban ayuda en los extremeños de habla incomprensible. Y la de los andaluces, descendientes en línea directa de fenicios y moros y que en decir del poeta, se les ha «muerto la voluntad una noche de luna», conformándose de vez en cuando «con un beso y un nombre de mujer». Y los vascos, mozarrones ellos, tan industriosos como analfabetos, dotados de inconfundible acento y corta imaginación. Y los levantinos, dados al naranjo, la ostentación y el mal gusto. Y así continuaba el relato de un país compuesto por retazos tan dignos de compasión como necesitados de mejora.

Pero en ese panorama de seres romos y defectuosos sobresalía, cual faro que marca el camino en medio de la espesa niebla, Cataluña y los catalanes, tierra y gentes de la más acrisolada prosapia establecida en parajes que solo encuentran parangón en el paraíso terrenal, capaces en solitario de sacar a la dolida y maloliente España de su abatimiento con el genio que Dios les había deparado, hecho a medias de limpieza temporal y espiritual, gusto ilimitado por la cultura, honradez a prueba de cualquier tentación propia o ajena, laboriosidad sin límite, bien que teñida, algún pecadillo habrían que tener, por lo que las malas lenguas consideraban inmoderado gusto por la «pela» y su acumulación.

En definitiva, una comunidad admirable y envidiada por el resto de los pueblos y gentes que poblaban la parte hispana de la piel de toro. E incluso por los habitantes de la parte no hispana de la misma piel. No en vano ambos, ¡oh fatalidad del destino!, se habían visto obligados en el pasado irredento a luchar contra la torva dominación del castellanismo rampante. Y tanta fue la fuerza de la construcción que llegó a ser mansamente aceptada por igual por el pueblo retrasado y llano que sólo mascullaba castellano, mientras que la Cataluña del Principado, ni más ni menos, poseída del incomparable e inimitable «seny» directamente legado por Guifré el Pilós, aceptaba graciosamente su reconocida superioridad.

Los separatistas catalanes, y no deben doler prendas al reconocérselo, han prestado un gran servicio a su región al situarla al nivel del resto de las de los humildes mortales que pueblan España. No es posible seguir presumiendo de «seny», «señorío espiritual», cuando su conducta ha constituido y sigue constituyendo un modelo de doblez tramposa, de mentira continuada, de pertinaz empeño en la búsqueda del conflicto y la división. No es posible presentar a la Cataluña independiente que ellos reclaman como un modelo para la buena gestión administrativa, cuando es ya sobradamente patente la dolosa incapacidad de los recientes gestores de la cosa pública catalana para atender a las necesidades inmediatas de los ciudadanos, agobiados en la cortedad de los servicios que reciben y asombrados ante la progresiva deuda acumulada por los que solo tenían la separación como programa.

No es posible alardear de honradez y limpieza frente al resto de las regiones españolas cuando las noticias sobre el latrocinio sistemático al que Cataluña se ha visto sometida por el clan que ha dominado las estructuras políticas del territorio durante treinta años no tiene parangón ni en Andalucía, ni en Valencia, ni en Madrid, ni en Canarias, ni en Baleares, por recordar solo algunos ejemplos donde la corrupción ha dejado huellas dolorosas y profundas. No es posible presumir de modernidad política e ideológica cuando las cloacas del separatismo han generado los movimientos más radicales y antañones que la convulsa geografía partidista española ha producido en los últimos años, y en los que se mezcla el estilismo «punk» de la República Democrática Alemana y las propuestas que ni siquiera Stalin osó enumerar en su primera juventud. Ya ni siquiera cabe alardear de superioridades municipalistas: tanto valen las bromas sobre el Holocausto del ayuntamiento madrileño, o los alardes anticristianos en ropa interior de sus féminas, como las meadas (con perdón) en la vía pública de alguna de las integrantes del consistorio barcelonés. ¿Es esa todavía la Ciudad Condal?

Con artes torticeras el separatismo catalán y sus adláteres han conseguido envenenar de sentimientos malignos al cuarenta y siete por ciento de la población catalana. Entre ellos muchos de los que todavía presumen de la superioridad moral y material de un pasado que probablemente nunca fue y que definitivamente nunca ya será. En el camino han conseguido lo que parecía imposible: equiparar a su pueblo con las peores trapacerías de las que habían acusado a los demás. No es la mejor manera de recuperar la igualdad y camino queda, a catalanes y a los que no lo son, para reconstruir un proyecto común para España. Pero al menos demos a cada cual lo suyo: la Cataluña de los separatistas vale tanto, o tan poco, como lo que vale la peor de las regiones españolas. Es una manera de recuperar el sentido de las proporciones. Para algo habría de valer la borrachera del «procés».

ABC – 29/12/15 – JAVIER RUPÉREZ / ACADÉMICO CORRESPONDIENTE DE LA REAL ACADEMIA DE CIENCIAS MORALES Y POLÍTICAS