Editorial El Mundo
QUIM Torra ya tiene fecha para relanzar el desafío a la ley: el 4 de septiembre, cuando pronuncie una conferencia que servirá de hoja de ruta al separatismo, impaciente por consumar su frustrado deseo de república. Dado que esa pretensión rompe el fundamento mismo del orden constitucional, la desobediencia será la esencia de su mensaje, redondeado con el trágala del referéndum pactado. Su advertencia es tan clara y pueril como antidemocrática: no acatará una presumible condena del Supremo a los políticos procesados. Falta saber si cumplirá esa amenaza abriéndoles las puertas de la cárcel (en caso de que se les mantuviera en prisiones catalanas una vez condenados), pero solo la gravedad de semejante propósito justifica el encendido de todas las alarmas, con el 155 en el horizonte. «Tenemos la bandera del diálogo en una mano y la de la desobediencia en la otra», ha declarado Joan Tardà, definiendo el chantaje estructural en que consiste el movimiento secesionista.
El calentamiento progresivo de la situación política en Cataluña no puede pillar desprevenido a nadie, y menos al Gobierno. No solo porque la experiencia traumática del año pasado sigue fresca en la memoria, sino porque el propio Torra ha venido advirtiendo de sus intenciones lo mismo ante Mariano Rajoy que ante Pedro Sánchez. Que este se afane en proyectar la ilusión de que con él en el poder las cosas serán distintas forma parte de la estratégica ceguera con que el PSOE espera agotar la legislatura con 84 escaños. Sánchez se ha afanado en multiplicar gestos de lisonja, desde el levantamiento del control extraordinario sobre las cuentas de la Generalitat hasta el paseo por Moncloa con Torra; de la activación de la bilateralidad hasta el intento frustrado de dejar solo al juez Llarena o de hacer la vista gorda ante la colonización amarilla de las calles catalanas; pero debería saber que el nacionalismo es insaciable, y más en fase de insurrección. De modo que Sánchez puede encontrarse finalmente en que ha cedido para nada, sumando al deshonor el inevitable enfrentamiento. Solo esperemos que encuentre entonces el coraje suficiente para, habiéndose cargado de razones, restablecer la vigencia de la Constitución y el Estatuto en Cataluña.
Ojalá no lleguemos a ese punto. Ojalá el Parlament no se se cerrara al capricho de la mayoría independentista. Ojalá del juicio se extrajeran lecciones prácticas y no el combustible del próximo martirologio. Ojalá valoraran lo mucho que Cataluña ha prosperado y puede prosperar en uso de su amplio autogobierno. Ojalá no se deslizaran equidistancias tramposas entre quienes añoran aquella convivencia en la diversidad de la sociedad abierta y quienes fomentan el proyecto excluyente de la tribu originaria, la fanática aspiración al pueblo homogéneo, premoderno. Ojalá este Gobierno esté preparado para defender sin vacilaciones la igualdad y la libertad de todos los españoles.