Ignacio Camacho-ABC

  • El poder no es un medio ni un recurso sino un sitio. Y su ocupación es un objetivo, un propósito, un fin en sí mismo

El poder no es un estatus, ni una circunstancia, ni una categoría. El poder es un sitio. Y los sitios se ocupan. Fundamentalmente, para que no lo ocupe otro. La política, desprovista del sentido instrumental por el que se mueve alguien que desea hacer algo, se convierte en una teoría de espacios. Lo importante del Gobierno es estar en él, situación que implica que no esté el adversario. Ésa es ya la única razón de ser de esta legislatura que aborda su segundo año. La estancia por la estancia, la permanencia como ejercicio rutinario. La resistencia no es un medio, ni un recurso, ni un método sino un objetivo, un propósito, un afán, un destino. Un fin en sí mismo.

El Ejecutivo de Sánchez está enfrentado a sus socios, que le sabotean votaciones, lo extorsionan, le obligan a pasar un calvario cada vez que hay que hay que aprobar una ley o revalidar un decreto. No tiene Presupuestos, que se ve forzado a negociar sin haber presentado siquiera el proyecto. Está cercado por los tribunales y enfrentado a los jueces a cara de perro. El presidente no puede pisar la calle sin exponerse a un abucheo y las sospechas de corrupción persiguen a sus familiares directos. Los ministros se limitan a repetir sin convicción consignas que el vértigo de la actualidad deja sin efecto. El fiscal general del Estado está imputado en el Supremo y destruye pruebas como un vulgar delincuente en aprietos. Pero el poder bien vale un infierno. Y no existe color entre tenerlo o no tenerlo porque en su ausencia no hay más que un desierto.

Y sí, se puede resistir en esas condiciones. Sobre todo porque las de la oposición, condenada a perseguir sombras, son peores. Los tiempos los marca el que tiene la iniciativa. Puede crear relatos, inventar realidades ficticias, imponer marcos mentales de superioridad moral progresista, dominar la conversación pública mediante la hegemonía propagandística. Puede naturalizar la anomalía. Puede acostumbrar a la gente a indultar la mentira a base de repetirla. Puede convencer a una parte significativa de la opinión ciudadana de que la alternancia supone un peligro, una seria amenaza de involución democrática. Lo ha logrado, de hecho, y ésa la principal razón que cohesiona sus alianzas y sostiene su maltrecha estabilidad parlamentaria.

Llega un momento en que la acumulación de escándalos genera una inercia, un hábito, que desemboca en su pérdida de impacto. Simplemente, se produce una especie de desistimiento cívico, un marasmo que bloquea el desgaste en medio de un estado de ánimo resignado. Lo que no se sabe es hasta cuándo, en qué punto el hastío da la vuelta o cambia de bando para alentar un seísmo catártico. Pero mientras, el poder compra tiempo, se retroalimenta en su ensimismamiento, estira su sensación de invulnerabilidad ante el fracaso. Y alienta la esperanza de un vuelco de la suerte que le prolongue el mandato.