ABC 24/03/16
IGNACIO CAMACHO
· Al renunciar al concepto de combate hemos terminado por ritualizar la protesta y el duelo con ribetes autocompasivos
LO peor es que nos acostumbremos. Que a base de repetición la tragedia se convierta en simple rutina y la amenaza en paisaje. El ser humano tiene sus límites de tensión y si ésta se prolonga todo el mundo tiende a acabar pactando consigo mismo para soportarla. Cuando eso ocurre en una situación de terror o de violencia, significa que hemos perdido. Que ya no queda combustible moral en el depósito de la resistencia.
Ha sucedido estos días en las bolsas, tras lo de Bélgica. Los inversores no mueven un músculo ante las noticias, ni fu ni fa. No compran porque está feo entregarse a una orgía inversora sobre los cadáveres, pero tampoco sienten la suficiente inquietud para vender. Simplemente, saben que no va a pasar nada. Como lo sabemos todos, sólo que ellos lo reconocen. Una tormenta político-mediática, ruido populista, muchas manifestaciones y la conmoción sentimental, inofensiva, claudicante, de las redes sociales, la válvula de escape de la sentimentalidad popular. Es decir, nada en términos sustantivos, de toma de decisiones. Si el dinero, tan huidizo, tan frágil, no se convulsiona ya por unas matanzas en el corazón de Europa es que sus dueños han descontado la inanidad de las reacciones en términos de estructuras de poder. Y han concluido que el efecto político del miedo es irrelevante.
Llevan razón. La dirigencia europea no va a actuar porque está desarticulada como élite eficaz. Carece de cohesión y de mecanismos operativos, y además vive intelectual y moralmente secuestrada por una opinión pública cobarde. Las confortables sociedades de la UE son incapaces de exigir medidas duras porque han perdido la disposición para el sufrimiento; hipnotizada por las tecnologías de comunicación, que han banalizado la ética colectiva, mucha gente cree que el dolor, la indignación o la solidaridad consisten en hacer click en Facebook. Y el debate político discurre en ese cauce adolescente que proscribe la posibilidad de un sacrificio real, con coste cierto y efectivo; ningún líder se atreve a afrontar el peso del voto descomprometido.
El yihadismo golpea desde la certeza iluminada de una superioridad fanática, sin encontrar resistencia en el conformismo lanar de un rebaño en el matadero. Sus comandos suicidas se inmolan por un delirio mientras los agredidos rechazamos la autodefensa si implica una mínima exposición, un cierto compromiso. El bombardeo con drones no tripulados simboliza esta ausencia de convicción con que la sociedad abierta se resigna a contemplar su propia agresión como una especie de estoico destino. Al renunciar al concepto del combate como agonía de supervivencia hemos terminado por ritualizar la protesta y el duelo con ribetes autocompasivos. Sólo queda esperar al siguiente ataque como quien ve venir un fenómeno natural. Con un poco de mala suerte, si nos toca cerca quizá lo aprovechemos para ajustar cuentas entre nosotros mismos.