ABC-IGNACIO CAMACHO
Un importante sector de Cataluña vive en estado de independencia psicológica, sin anclajes en la convivencia española
EL independentismo catalán está políticamente dividido y socialmente melancólico. Sus dirigentes esperan en la cárcel un veredicto que los mantendrá unos años encerrados y el horizonte de la república vuelve a ser un mito lejano. Sin embargo, un importante sector de Cataluña, territorial y demográfico, vive en estado de independencia psicológica, en una especie de secesión mental que impregna su comportamiento cotidiano. La insurrección ya no es una posibilidad que nadie contemple en serio a corto plazo, pero desde octubre de 2017 tampoco han aumentado en la comunidad los anclajes del Estado. Y pese a la evidente deflación del movimiento rupturista, patente ayer en la Diada, y a sus notorios problemas de liderazgo, los partidos que lo representan continúan siendo necesarios para la conformación de un Gobierno que no les hace ascos. Aunque las prioridades inmediatas del nacionalismo hayan cambiado, centradas ahora en el porvenir penal de sus líderes, el proyecto sigue intacto, a la espera de un replanteamiento que supere la digestión del fracaso. El cisma de la sociedad es claro; el 11-S ya no es la fiesta de todos los catalanes, ni siquiera de los nacionalistas, sino del separatismo más excluyente, irredento y sectario.
La pregunta que cabe plantear es la de qué avances ha hecho el Estado desde la revuelta para proteger el modelo de convivencia. Y tiene una mala respuesta: el único signo de firmeza institucional ha sido el juicio del Supremo, gracias a la determinación procesal, no siempre comprendida, de los jueces Llarena y Marchena. Sólo eso. Al frente de la Generalitat hay un orate visionario que obedece órdenes de Bruselas y que se cree portador de una misión esencialista de resistencia. La televisión de cabecera y el sistema educativo siguen intoxicando sin tregua con consignas antiespañolas a jornada completa. El sistema político autonómico está fracturado y la Administración paralizada y en quiebra porque sus responsables se han desentendido de ella. La mayoría de las empresas que huyeron del motín no han regresado y carecen de planes de vuelta. Barcelona es una ciudad atemorizada por la inseguridad callejera. Y el Ejecutivo de Sánchez, inmerso en una campaña electoral eterna, no ha efectuado una sola propuesta sobre la cuestión catalana para no meterse en problemas; quizá cuando lo haga sea peor si se piensa en los aliados con que cuenta. Ahora sólo parece preocupado por la gestión de la inminente sentencia.
Faltan, pues, motivos para el optimismo. El conflicto permanece agazapado pero de ningún modo ha desaparecido. Rebrotará –«ho tornarem a fer»– en cuanto los separatistas encuentren aliento para abrir cualquier resquicio; si en algo merecen ser creídos es en su resolución de perseverar en su designio. Dos años después de la gran crisis no existe ningún elemento objetivo para descartar la necesidad del Artículo 155.