J. M. Ruiz Soroa, EL CORREO, 22/9/12
Europa no es una unión de ciudadanos (¡qué más quisiéramos los federalistas!), ni una unión de territorios, es una unión de Estados
Aunque el asunto lo haya puesto de moda entre nosotros el caso de Cataluña, la situación hipotética de los nuevos Estados que pudieran formarse en Europa como consecuencia de la secesión de partes de los actuales (Escocia, Cataluña, País Vasco, etc.) es un tema de debate académico y político desde hace tiempo. Un debate promovido sobre todo por los movimientos nacionalistas, que rechazan indignados lo que a primera vista parece ser la regla que inexorablemente se deduce de los Tratados de la Unión Europea: la de que los nuevos Estados quedarían automáticamente fuera de la Unión y tendrían que solicitar su ingreso en ella según el procedimiento del art. 49 TUE, que requiere la unanimidad de los Estados miembros y el cumplimiento de una amplia serie de requisitos (los ‘criterios de Copenhague’).
Los nacionalistas impugnan la aplicación de esta regla utilizando varios argumentos. El primero, aparentemente impactante, es el que enunciaba Izaskun Bilbao, del PNV, esta misma semana: si los vascos (o los escoceses) gozamos ya de la ciudadanía europea, necesariamente la conservaremos en caso de secesión, pues no puede privarse a las personas de su ciudadanía ya adquirida: una tal ‘expulsión’ no está prevista en norma europea alguna. El argumento puede construirse también, y así se ha hecho, desde un punto de vista ‘territorial’: el territorio catalán es parte de la Unión Europea, luego no puede ya ser ‘expulsado’ de ella.
A poco que se reflexione, el argumento de la ciudadanía o el territorio se derrumba pronto, porque se basa en una grosera tergiversación de la propia naturaleza de la Unión Europea. En efecto, Europa no es una unión de ciudadanos (¡qué más quisiéramos los federalistas!), ni una unión de territorios, es una unión de Estados. La pertenencia a la Unión no deriva de la personalidad ni de la territorialidad, sino de la estatalidad. Precisamente por eso, está claramente establecido que la ciudadanía europea no es un estatus autónomo, sino un estatus secundario y derivado de la previa nacionalidad en un Estado miembro: sólo pueden ser ciudadanos europeos quienes son nacionales de un Estado miembro, y son ciudadanos europeos sólo porque son nacionales de ese Estado. Y si dejan de ser nacionales de un Estado miembro y pasan a serlo de otro que no es miembro, no serán ciudadanos europeos de nuevo hasta que su Estado sea admitido en la Unión. Es así de obvio: a los ciudadanos no se les expulsa, porque ni siquiera son miembros de la Unión.
Admitido que la Unión Europea es una organización internacional de Estados, los nacionalistas han intentado también recurrir al argumento del Convenio de Viena de 1978 sobre la Sucesión de Estados en los Tratados Internacionales, cuyo art. 34 establece el principio de continuidad de los tratados en los casos de secesión: «Cuando una parte o partes del territorio de un Estado se separen para formar uno o varios Estados, continúe o no existiendo el Estado antecesor, todo tratado que estuviera en vigor respecto de la totalidad del territorio del Estado predecesor continuará en vigor respecto de cada Estado sucesor así formado». También impactante a primera lectura, claro está. Sin embargo, hay dos cuestiones que anulan lo citado para el caso de la secesión en Europa. Primera, el propio Convenio de Viena establece en su art. 4 que en el caso de tratados constitutivos de organizaciones internacionales, las normas particulares de éstas se aplican con preferencia al convenio (algo que ha aplicado a rajatabla la Organización de las Naciones Unidas, por ejemplo). Segundo, este convenio no ha sido en general aceptado por los actuales países europeos y no se considera que refleje el Derecho Internacional consuetudinario existente.
Conclusión inapelable, como ha recordado estos días la Comisión Europea: si una parte de un Estado miembro se secesiona, queda fuera de la Unión Europea de momento y tiene que presentar su candidatura al ingreso conforme al procedimiento establecido. Este ingreso podrá ser más o menos rápido, pero es inevitable un período de solución de continuidad.
No es extraño, por esto, que tanto Ibarretxe hace años, como Mas ahora, evoquen una peculiar estatalidad vasca o catalana que sería ‘asociada’ o ‘interdependiente’ de la española: porque pretenden que por esa vía se les resuelva el arduo problema de la exclusión temporal de Europa: somos independientes ‘de facto’ pero somos parte de España a efectos europeos. ¡Rizar el rizo de la quimera!.
Que el procedimiento de ingreso de la Cataluña secesionada en Europa tuviera que seguir el procedimiento del art. 49 TUE implica la necesidad de la unanimidad de todos los Estados miembros para su admisión. Es bastante obvio que un veto del Estado español a esa admisión no es siquiera una hipótesis, pues toda secesión será por necesidad pactada y bilateral, luego un veto arbitrario está excluido a priori. Pero lo que sí existirá en ese momento, curiosamente, es una posibilidad de controlar la constitución y las leyes de ese nuevo Estado en lo que se refiere, precisamente, al respeto y protección de las minorías nacionales residuales tanto en lo político como en lo cultural. Por la sencilla razón de que el Estado candidato debe cumplir con los ‘criterios de Copenhague’ (art. 6 TUE), entre los cuales está el disponer de unas instituciones que garanticen el respeto y protección de las minorías. De manera que el Estado español –y no sólo él– podría esgrimir la amenaza de veto si el Estado catalán no garantizase efectivamente a la minoría nacional española esos derechos. Lo cual, es notable reseñarlo, le daría al Estado español más capacidad de intervenir sobre la política nacional y cultural catalana de la que posee hoy en la España autonómica. Exigir que al castellano se le aplicase el Convenio Europeo de Protección de Lenguas Minoritarias (¿qué menos?) garantizaría los derechos lingüísticos de los catalanes hispanohablantes más y mejor que el vigente Estatut y normas derivadas. ¡Ver para creer!
J. M. Ruiz Soroa, EL CORREO, 22/9/12