Ignacio Camacho-ABC
- Las relaciones de Sánchez con la Corona se resienten de celotipia institucional desde la ignominiosa fuga de Paiporta
NADIE va a echar mañana de menos a Sánchez en la explanada de San Pedro. Lo que falta es una explicación razonable o al menos creíble de su ausencia, si es que a estas alturas se puede aún creer al presidente del Gobierno. Porque salvo que el sábado tenga previsto algo muy importante que los demás no sepamos, la sensación general es que se ha abierto una brecha de tensión entre el jefe del poder ejecutivo y el del Estado. La fuga de Paiporta, cuya responsabilidad atribuye el entorno gubernamental al empeño del monarca por comparecer junto a los damnificados del desastre valenciano, se ha convertido en un parteaguas entre ambos, como si desde entonces la Moncloa hubiese decidido que no pueden compartir el mismo espacio. Si fuera así –y desde luego lo parece– estaríamos ante un caso de celotipia infantil, una rabieta de niño mimado que culpa a los demás de sus propios fallos por incapacidad psicológica para aceptarlos. El primer ministro sabe que aquella mañana no estuvo a la altura de la imagen que tiene de sí mismo, y no logra digerir las consecuencias de la pulsión huidiza que lo empujó a escapar en volandas por puro instinto de peligro mientras Felipe VI y Letizia se enfrentaban solos a un ambiente social conflictivo. Pero lejos de superar ese error con arrojo autocrítico se ha encerrado en una burbuja de soberbia y narcisismo con la que trata de diluir su evidente desacierto en la proyección introvertida de un agravio comparativo.
Entre sus cientos de asesores no ha habido ninguno capaz de encontrar una excusa sostenible del rechazo a la invitación del Vaticano. Cuando le ha parecido conveniente ha acompañado al monarca en numerosos viajes y actos, tanto religiosos como laicos. Si no va es por una de estas tres razones, no necesariamente incompatibles entre sí: porque no le da la gana, porque no quiere asistir a un ritual funerario de hondo significado cristiano o porque vive bajo un resentido síndrome de rivalidad de liderazgo. Las dos primeras son explicables con un mínimo de valentía, pero la tercera –y tal vez la más auténtica–entraña un problema institucional de gran relevancia política: el desencuentro entre un gobernante de fuerte tendencia caudillista y el símbolo del Estado que encarna el titular de la monarquía. Un desencuentro unilateral, de una sola parte, sólo entendible en el marco de la anomalía constitucional que viene caracterizando el período sanchista, donde hasta el refrendo protocolario de la Corona ha pasado a ser una cuestión optativa. Sucede que tanto en Valencia como en Roma como en Alcalá –la entrega del premio Cervantes– es Don Felipe el que se sitúa en el lugar correcto, el que ejerce la alta función representativa que le atribuye el ordenamiento. Y que la ‘sede vacante’ de estos días es la de otro Pedro. La del presidente español se produjo hace un año y fue uno más de sus habituales camelos.