La seducción de la mentira

ABC 27/10/16
MERCEDES MONMANY, ESCRITORA

· Lo que antes era vilipendiado –lo frívolo, lo fácil, lo ligero– y lo que en cambio tenía un alto prestigio social –la profundidad, la solidez, lo duradero– ha sido sustituido en todos los ámbitos por una frenética cultura del consumo del más fácil todavía

¿QUÉ uniría a todos los políticos populistas que han surgido estos últimos años, ya sean Nigel Farage, Boris Johnson o Donald Trump? Un nexo de unión desde luego sería el haber puesto en marcha esa enorme y atractiva maquinaria, en una época en que a la verdad y la mentira se las pone en una misma y ligera balanza, que es la hipnótica seducción de la mentira. Una verdad, para ser defendida, razonada y argumentada, es siempre un trabajo pesado, costoso, a veces incluso tedioso y no siempre fácil o agradable. Sin embargo, la mentira, como sucede muchas veces en nuestros volátiles días de «la revolución de lo ligero», como la llama el francés Gilles Lipovestsky en su último ensayo De la ligereza –una revolución que ha transformado la vida y la sociedad actual de cabo a rabo–, esa mentira libre de ataduras, desbocada, exhibida con total y despreocupado cinismo, sería mucho más rápidamente asimilable y desde luego seductora.

Y si no que les pregunten a muchos de aquellos furibundos líderes extremistas, a aquellos fanáticos antieuropeos del Brexit que poco después, con total soltura, reconocieron que la campaña de salida de la Unión Europea había estado plagada de mentiras, «amplificadas» con la ayuda inestimable de los famosos tabloides británicos. Grupos, personas, políticos, aficionados a teorías conspirativas como las que no deja de exhibir Trump, cambiándoles el molde en cuanto alguna está ya un poco gastada. Así lo ha afirmado hace poco el gran director teatral polaco Krystian Lupa. Jaroslaw Kaczinsky, a través de su partido ultraconservador, el PiS, habría creado una insistente teoría de la conspiración, desatando el fanatismo nacional y los peores fantasmas –«una situación grotesca», como la definiría Lupa– tratando de culpabilizar, sin base ninguna, a Rusia del fatal accidente aéreo de Smolensk de 2010 en el que murió su hermano gemelo Lech.

En ese campo caótico e inmenso de las mentiras, como diría un articulista del New York Times recientemente, «si los presidentes mienten, los políticos mienten y la gente miente, Trump, otra clase de animal, miente con una feroz naturalidad». También lo afirmaría el premio Nobel de Economía Paul Krugman: Trump aplicaría sin cesar «la técnica del Big Liar», el gran mentiroso sin freno. Algo que los más cínicos propagandistas al estilo clásico, o renovado, han recomendado siempre. Sobre todo en ese mundo amoral, calculado y cada vez más audaz en el que habitan en nuestros días los populismos, a izquierda y derecha del ámbito mundial. Según estos expertos en propaganda, por los medios que sea, se trata de convertir las falsedades que se dicen en algo tan enorme, tan increíble y tan atroz que, por difícil que parezca, inmediatamente son aceptadas por amplias capas de la población. Porque nadie puede creer que se miente a tan gran escala.

¿Está preparado un ciudadano de nuestros días que vive inmerso hoy en una dimensión de «telerrealidad», como la llama Lipovetsky, para diferenciar esos límites que separan las mentiras, las engañosas propagandas y falsedades monstruosas, de la verdad, la más pura y única verdad contrastable? Estamos hablando de un ciudadano que en muchas ocasiones apenas diferencia la realidad virtual de la auténtica, los juegos de rol de la vida misma; que vive inmerso bien en una apatía ciudadana de absoluta indiferencia por lo público –o como mucho con un interés ligero, basado en curiosidades volubles, superficiales, anecdóticas, zapineadas–, bien en puras visceralidades. Visceralidades, instintos primarios de primarias ideas recibidas aquí y allá, que bloquean el desarrollo normalizado de convencimientos sólidos y fundamentados. «La revolución de lo ligero –añade Lipovetsky en su espléndido ensayo De la ligereza– ha transformado de arriba abajo el mundo de los objetos de consumo y la vida privada. También ha conseguido alterar el funcionamiento de la democracia y la vida pública. Tanto la oferta política como las actitudes ciudadanas son ya representativas de la civilización de lo ligero».

Los jóvenes británicos actuales –como añade este autor– emiten más votos a favor o en contra de los candidatos de Gran Hermano «que para nombrar a sus representantes en el Parlamento». El hedonismo, la idea de una felicidad ligera e ininterrumpida, no castigada por lo pesado y trabajoso, por lo aburrido y preceptivo, esa felicidad rápidamente intercambiable, «ha adquirido derecho de ciudadanía». Ha llegado para quedarse en mucho tiempo. Lo que antes era vilipendiado –lo frívolo, lo fácil, lo ligero– y lo que en cambio tenía un alto prestigio social –la profundidad, la solidez, lo duradero– ha sido sustituido en todos los ámbitos por una frenética cultura del consumo del más fácil todavía. Lo que antes era desdeñado y comparado por intelectuales como adorno, como un inicio de «barbarie», de desculturización galopante, si no de la más pura insignificancia y alienación, pan y circo sin visos de futuro ni por supuesto de la más mínima trascendencia, ha sido poco a poco sustituido, sin críticas apenas de ningún tipo, por productos ultrafáciles de digerir. Si no, véase el último premio Nobel de Literatura concedido a un cantante, Bob Dylan, por mucho que se quiera insistir en su inmensa labor como poeta. Traducción lo más directa posible de una sociedad –¡y una juventud!– cuyos hábitos de lectura, y por tanto educación, caen, cada año, a ojos vista.

Lipovetsky ha llevado a cabo una gran radiografía de nuestro tiempo. Un análisis de esa «ciudadanía light» sin demasiado criterio –lo cual es alarmante para cualquier democracia– que ya está en marcha. Y de su imagen a diario más visible: la política-espectáculo, tan querida por los populismos, llámense Trump, Orban, Berlusconi en su día, Maduro o Podemos. Una política-espectáculo que pone sin cesar en la misma balanza burdas mentiras (cuanto más gorda mejor, como se dice popularmente) que verdades contrastadas. Y unos políticos y dirigentes, sean solventes o no, que se contagian globalmente de esta marea, este mainstream en el que ya no bastan, como en otras épocas, la oratoria y los programas, los discursos y el contenido de esos discursos, sino el ruido, el ajetreo, el griterío que se monta alrededor. Banalizaciones y consignas de consumo fácil, comprimidas, que se basan sobre todo en tuits de popularidad o impopularidad, de repulsa o aceptación inmediata, con una mezcla continua entre la diversión y lo serio, entre la selva y la civilización, entre la realidad virtual y la dura realidad cotidiana. Unas realidades, la virtual y la auténtica, que cada vez más se complementan y caminan de forma paralela e indistinguible.