Iñaki Uzueta, EL CORREO, 19/7/12
Al nacionalista lo que más le inquieta es el extraño, esa persona a la que nadie ha invitado a nuestra casa, pero se introduce en ella y tiene entera libertad para marchar
En la Inglaterra del siglo XVII, la crisis de la agricultura y la aparición de «hombres sin amo» que súbitamente aparecían y desaparecían de los pueblos provocando miedo e inseguridad, dio lugar a una nueva configuración social. La aparición de «extraños» hizo tomar conciencia de que el devenir de la sociedad no era natural, de tal suerte que se podía intervenir en ella y transformarla. La modernidad supuso la liberación de instancias sobrenaturales y el inicio de una intensa y violenta construcción de los Estados nación. Este fenómeno tuvo su traslación al País Vasco unos siglos después. Cuando Sabino Arana observó por primera vez a los inmigrantes de mirada torva que los domingos paseaban por El Arenal, supo que la sociedad que él conocía era una posibilidad entre otras; ese mundo naturalizado y sólidamente establecido podía disolverse y dar nacimiento a algo diferente. La sociedad ya no estaba ordenada por Dios y el «fluir natural del mundo» podía interrumpirse. A partir de ese momento fundacional, el nacionalismo comenzó un intenso proceso de construcción nacional que llega hasta nuestros días.
El nacionalismo vasco es un producto tardío de la modernidad que trata de imponer un nuevo orden nacional. Su versión más radical trata de aplicar un rígido diseño por el que la sociedad se convierte en orden instrumental de manipulación e ingeniería social. El diseño sirve para luchar contra el caos y eliminar la ambigüedad, generando residuos humanos, excedentes que son objeto de censos, estadísticas y clasificaciones. El diseño crea un adentro y un afuera: en el exterior se encuentran los enemigos que han sido construidos por pragmáticas de enfrentamiento que anticipan la enemistad y a los que se les combate hasta su expulsión o eliminación. Esa ha sido la tarea de la primera fase de la construcción nacional, el debilitamiento de los partidos constitucionalistas y la modificación de la composición electoral con la expulsión de los desechos de la sociedad.
Sin embargo, al nacionalista lo que más le inquieta es el extraño, esa persona a la que nadie ha invitado a nuestra casa, pero se introduce en ella y tiene entera libertad para marchar. El extraño inquieta por su ambivalencia: se ubica en más de una única categoría y eso horroriza al nacionalista que persigue la claridad cognitiva que sitúa a cada persona en su lugar. La viscosidad del extraño desasosiega porque amenaza la identidad. El extraño pone en evidencia la contradicción del artificio: la nación no es el ente naturalizado que surge de las entrañas de la historia, pues si así fuera no sería necesaria la construcción nacional, esto es, la identificación de la realidad empírica con la virtual, el acercamiento de la Euskadi real a la mitificada e inventada. La paradoja es que la identidad nacional que los nacionalistas la presentan como natural y dada debe ser continuamente asistida y artificialmente reproducida. Me imagino la cara de perplejidad de los socialistas que después de sufrir los embates del terrorismo tengan ahora que oír de su presidente que Euskalerria con centro en Navarra existe.
La segunda fase de la construcción nacional en la que nos encontramos lo que persigue es la homogeneización mediante la asimilación del extraño al cuerpo de la nación. Sin embargo, se trata de un proceso complicado porque el extraño nunca se olvida de sí mismo, no se encuentra «chez soi» como el nativo, está siempre inmerso en un continuo aprendizaje de habilidades, conocimientos y prácticas que para el nativo son naturales. Kafka decía que era «el más occidentalizado de los judíos, lo que significa que no se me ha concedido un solo segundo de tranquilidad, nada se me ha dado, he debido adquirir todo, no sólo el presente y el futuro, sino también el pasado». Cuando se considera que el currículo oculto (el ambiente de casa, la atención de los padres, etcétera) es una de las claves del éxito escolar, pienso en las dificultades y desventajas de los niños escolarizados en modelos lingüísticos a los que sus padres no pueden ayudar. Desde la más temprana edad el asimilante se siente observado e inicia un ciclo de perpetua adaptación en el que la más pequeña equivocación puede significar el fracaso y la expulsión.
Como señala Bauman, «definir el problema de la domesticación del extraño, como una cuestión de la laboriosidad y decencia del extraño en su esfuerzo de asimilación-mediante-aculturación, supone reafirmar la inferioridad e inadecuación de su forma de vida, proclamar que el estado original del extraño es una mancha que debe ser borrada». Supone aceptar la superioridad de una cultura y la inferioridad de otra, quedar a merced del grupo dominante al que se le concede el derecho a definir el código y reprimir la alteridad. La asimilación no es más que un juego de dominación, ya que como dice Gilman, «conforme más te pareces a mí, más conozco el auténtico valor de mi poder que tú desearías compartir y más consciente soy de que tú no eres sino una falsificación».
La persona colocada en una posición de ambivalencia nunca dejará de ser una extraña. El inmigrante llegado de Cáceres al País Vasco nunca podrá decir: «Yo fui cacereño». Los asimilantes siempre «estarán a prueba» y se sentirán vigilados. Como mucho, podrían llegar a constituir la no-categoría de inmigrantes asimilados y cuando la cena esté servida serán expulsados. Ni ahora la catástrofe identitaria de ETA ni antes el nazismo o el gulag, nada al parecer ha servido para que la olla hirviente del nacionalismo se atempere y la insegura nación vasca aprenda a vivir con su propia imposibilidad. Hoy, el mundo es irremediablemente ambivalente y eso debe de ser celebrado porque como señala Bauman, «significa que la diferencia deja de ser una opresión y no se construye como problema que demanda acción y resolución, la coexistencia de formas de vida diversas se vuelve posible».
Iñaki Uzueta, EL CORREO, 19/7/12