Ante la eventualidad de una supuesta «negociación» del Gobierno con ETA, los defensores del sistema democrático contra la ofensiva terrorista parecen adoptar un motto que puede resultar estéril y hasta destructivo: «Cuanto mejor, peor». Si cualquier Gobierno hiciera antes del fin del terrorismo concesiones políticas, sí estaría justificada su denuncia y la indignada protesta. Hoy por hoy, creo que no lo está.
Durante lustros, los agónicos (en el combativo sentido unamuniano del término) antisistema tuvieron como lema: «Cuanto peor, mejor». Pero ahora, en la España actual, los defensores del sistema democrático contra la ofensiva terrorista del separatismo radical parecen haber adoptado un motto que puede resultar no menos estéril y hasta más destructivo: «Cuanto mejor, peor». Es lo que a mi juicio está ocurriendo ante la eventualidad de una supuesta «negociación» del Gobierno con ETA, que tanto malestar ha causado entre personas sumamente estimables a partir de lo planteado en el debate del estado de la nación y del aval pedido al Parlamento por el propio Gobierno. Creo que pueden darse varios malentendidos -de alguno de los cuales, ay, temo ser culpable- y quisiera con la mayor concisión y claridad posibles contribuir en cuanto sea capaz a disiparlos.
Quizá el primer equívoco provenga precisamente de la solicitud del Gobierno de apoyo para un eventual diálogo con ETA, siempre que la banda manifieste con toda explicitud su renuncia a la violencia terrorista sin esperar contrapartidas políticas a cambio. No creo que ningún Gobierno de nuestra democracia se haya cerrado jamás a esta eventualidad ni tampoco ninguno de los ciudadanos conscientes y valerosos que individual o colectivamente se han enfrentado durante años a la mafia etarra. Todo lo contrario: ese escenario es siempre lo que hemos tenido por más parecido a una rendición efectiva de ETA, tras la asunción del fracaso de la lucha armada. Probablemente por eso desconcertó a muchos la petición gubernamental de aval en el Congreso a algo que se daba por descontado: es como si hubieran solicitado solemnemente permiso para sacar el paraguas a la calle en caso de lluvia. Inevitablemente cundió la sospecha de que podía haber algo más, no dicho en voz alta, en cuya aceptación se quería involucrar implícitamente a las fuerzas políticas y a la opinión pública. Y gran parte de las víctimas, que lógicamente tienen mayor sensibilidad en este tema, así como muchos otros ciudadanos, han temido estar siendo traicionados.
Ahora bien, sin descartar ni mucho menos todos los recelos y las dudas, creo que como hipótesis plausible de partida puede asumirse que es la banda terrorista la que lleva meses tratando de persuadir al Gobierno de que quiere hablar con él, sobre la base del final de la violencia y de la preocupación por el ulterior destino de sus presos, de los llamados «refugiados» del exterior, etcétera. Aparte de los testimonios que puedan llegar del propio Gobierno, existen razones objetivas para creer en ello. Por primera vez, la mayor parte de los pesos pesados de ETA están dentro de la cárcel y no fuera. Ya los principales encarcelados, en la carta firmada por Pakito y otros, habían reconocido no hace mucho el fracaso de la lucha armada y su deseo de concluirla de modo inmediato. La aplicación del pacto antiterrorista y de la Ley de Partidos ha dejado a ETA y sobre todo a su entorno más próximo en una situación insólitamente precaria, como se refleja en la ausencia de víctimas mortales desde hace muchos meses (pese a numerosos intentos), el fracaso de sus preparativos de atentados y la detención de comandos. Además, la matanza del 11-M puso especialmente difícil a los etarras la «venta» propagandística de cualquier hecho sanguinario incluso entre sus propios partidarios. Por eso no es raro que a lo largo de los últimos meses y en diversas ocasiones, incluso en algún Zutabe, hayan aparecido informaciones sobre los contactos de la banda con el nuevo Gobierno español, ofreciéndose a parlamentar.
Naturalmente, este desarbolamiento de ETA no es efecto de la casualidad, sino de la energía y la constancia de la política antiterrorista, tanto por parte de las autoridades como de muchos ciudadanos. A parte de estos últimos les ha inquietado ver cómo la petición de aval del Gobierno para una posible negociación era secundada con entusiasmo por grupos políticos tradicionalmente comprometidos más bien con obstaculizar la lucha antiterrorista que con favorecerla, como ERC, IU, EA o el propio PNV. Estas simpatías comprometedoras, sin embargo, no deben enturbiar la evidencia de lo conseguido en este campo. Si se hubiera hecho caso a los clamores de esos partidos, así como a los intelectuales equidistantes, los columnistas para quienes era más importante descabalgar a Aznar que a ETA, las macarenas radiofónicas que acusaban de crispadores a quienes hacían algo más que suspirar y tutti quanti, por supuesto que los terroristas no estarían hoy pensando en una jubilación forzosa y aspirando a que sea al menos modestamente incentivada. El día, ojalá que no muy remoto, en que ETA abandone definitivamente las armas, todos deberemos recordar que el mérito de su derrota será de gobernantes democráticos, fuerzas de seguridad, grupos cívicos, asociaciones de víctimas y muchos simples ciudadanos a lo largo de décadas, no solamente del presidente que ocupe La Moncloa en ese preciso y feliz instante. Y hoy, el cauteloso orgullo -sin triunfalismos suicidas- con que podemos contemplar las maniobras de los etarras para encontrar salida al callejón en que se encuentran, también debería ser compartido por todos esos luchadores y no verse amargado por rencillas sectarias.
Que las cosas vayan mejor en la lucha antiterrorista no quiere decir, ni mucho menos, que la situación en el País Vasco sea de color de rosa. Para empezar, el que los terroristas no hayan podido cometer crímenes desde hace meses no equivale a que la violencia haya cesado. Continúa presente y activa, moldeando la sociedad para el conformismo resignado y la obediencia al extorsionador. Los atentados «de mantenimiento», hasta ahora sin víctimas mortales, que ETA viene cometiendo mes tras mes garantizan el cobro puntual del impuesto inmundo del que vive. Ciertas cosas han cambiado a peor. Desde la ilegalización de Batasuna, el aspecto de muchas localidades pequeñas que eran auténticos parques temáticos de la propaganda proetarra había mejorado notablemente, y la presencia pública radical disminuyó en frecuencia y virulencia. Ahora, con Batasuna de nuevo en el Parlamento vasco a través de EHAK, estamos volviendo con rapidez por donde solíamos. Si la violencia atemorizadora se mantiene -aunque sea sin muertos- y dentro de dos años, en las elecciones municipales, Batasuna vuelve de nuevo a ocupar los ayuntamientos y a cobrar por vías legales lo que ya no percibe en aguinaldos de ETA, habremos dado una vuelta de tuerca más en el sometimiento de los ciudadanos vascos a una pseudodemocracia de la intimidación constante.
Y ahí sí que debe el Gobierno mostrar toda la debida firmeza y buscar sus apoyos y lógicos aliados en la oposición constitucionalista. Desde Anoeta, el complejo Batasuna habla de dos mesas: una, de ETA con el Gobierno para tratar la «desmilitarización» del conflicto, es decir, el licenciamiento de ETA junto a la retirada de las fuerzas de seguridad del Estado (¿?) y la posterior situación de los presos, los refugiados en el extranjero, etcétera; y la otra, de todas las fuerzas vascas «sin exclusiones ideológicas ni geográficas» para tratar las cuestiones de territorialidad (anexión de Navarra y el País Vasco francés), autodeterminación, etcétera. Pues bien, esta segunda mesa es realmente el problema político que tendrá que afrontar el Gobierno, pero sobre todo los partidos constitucionales en Euskadi. Es necesario dejar muy claro que no puede haber una segunda mesa radical emboscada bajo la mesa de negociación sobre el desarme de ETA. Y que hasta que la violencia no haya sido liquidada y recuperada la tranquilidad democrática en el País Vasco, no sólo en el Parlamento, sino en las humildes libertades del día a día para cada ciudadano (lo que incluye el regreso de los exiliados por la coacción terrorista que quieran volver), no hay más proyecto político decente y viable que la defensa de la legalidad democrática amenazada. Si el Gobierno -cualquier Gobierno- hiciera antes del fin del terrorismo concesiones políticas a esa «segunda mesa», entonces sí que estaría justificada su denuncia y la indignada protesta ciudadana.
Hoy por hoy, creo que no lo está. Y por eso me parece una equivocación la manifestación convocada por asociaciones de víctimas para el próximo 4 de junio. No voy a entrar en esa cuestión que tanto gusta a los tiquismiquis de la «manipulación» de las víctimas. Durante décadas no se han ocupado de ellas más que para procurar hacerlas invisibles, y ahora, con el pretexto de lamentar su instrumentalización política, se atribulan empalagosamente por sus cuitas. Pues bien, las víctimas del terrorismo no necesitan que nadie las manipule para adoptar posturas políticas: cada cual tiene sus ideas en ese campo, como los demás ciudadanos, y pueden acertar en sus decisiones o equivocarse. Nadie estudia para víctima ni hay víctimas diplomadas: son ciudadanos libres y, por tanto, perplejos, como ustedes o yo, aunque con circunstancias personales más dolorosas. Ahora bien, lo que tienen en común es más importante que la diversidad de sus opiniones sobre la gestión gubernamental del terrorismo: todas esas personas comparten haber sido utilizadas por ETA como instrumento para doblegar a la sociedad española. Y por tanto hay una reivindicación que ni siquiera necesitan formular, porque está implícita en su simple existencia: la de que, cuando llegue el final de la violencia y los terroristas y sus adláteres sean incorporados a la cotidianidad, la sociedad y la legalidad en las que se integren sean precisamente las mismas que hemos defendido contra ellos, no otras modificadas al gusto de los asesinos. Si se les defraudara en esta reivindicación esencial, tendrían derecho a la mayor de las rebeldías sociales, y nosotros, la obligación de secundarles en ella. Pero no parece justo dar ya por hecho que tal felonía se ha fraguado o se fragua a nuestras espaldas. Por el momento, con todo respeto para los amigos y compañeros que piensen de otro modo, creo que es necesario conceder un margen de confianza al Gobierno.
Fernando Savater es catedrático de Filosofía de la Universidad Complutense de Madrid.
Fernando Savater, EL PAÍS, 25/5/2005