ABC -IGNACIO CAMACHO
El fracaso del sistema no es la repetición electoral sino la ausencia de mecanismos de estabilidad o de segunda vuelta
UN tópico político de bastante éxito identifica la repetición electoral con un fracaso del sistema, y en especial de los partidos y sus dirigentes por no ser capaces de traducir el resultado de las urnas en pactos para formar gobierno. No está tan claro: el voto es un hecho individual con el que cada ciudadano expresa una opinión y un deseo, pero en ninguna parte está escrito –en la Constitución, en concreto, lo que está escrito es lo contrario– que eso suponga un mandato imperativo y general para que sus representantes se pongan de acuerdo. De hecho, sabemos que si los líderes no logran armar alianzas es porque temen el reproche de sus votantes por contravenir su criterio, dado que el debate público de los últimos tiempos se caracteriza por una alergia aguda a cualquier clase de consenso. El electorado, imbuido de un fuerte espíritu sectario, también impone vetos aunque el pensamiento políticamente correcto sólo atribuya intenciones benéficas al pueblo. Eso sería verdad en un mundo perfecto, pero los políticos son parte de nosotros mismos, encarnan también nuestros defectos y en buena medida constituyen nuestro propio reflejo. Si el veredicto electoral es confuso, por plural, resulta legítimo interpretarlo con fórmulas de entendimiento, pero esas soluciones entrañan una corrección de la voluntad popular bastante más evidente que la de votar de nuevo.
El verdadero fracaso del sistema es el de no disponer de procedimientos que garanticen la gobernabilidad o, en su defecto, de mecanismos de segunda vuelta. El modelo parlamentario puro, de elección del poder ejecutivo por vía indirecta, garantiza dificultades y bloqueos cuando el sufragio se atomiza en opciones muy diversas. Repetir las elecciones no significa decirle a la gente que ha votado mal, sino solicitar su concurso para resolver un problema. Existe, obviamente, el riesgo de provocar cansancio y, sobre todo, de que la dispersión del voto se mantenga. Pero la experiencia indica que muchos electores tienden a matizar su decisión y provocan con ello significativos cambios en la correlación de fuerzas.
La cuestión, en suma, consiste en si es mejor un gobierno inestable y/o mal amalgamado antes que pedir, con las cartas sobre la mesa, un segundo dictamen a los ciudadanos. La primera opción es más rápida; la segunda constituye un método más lento y algo más caro, pero también más democrático en cuanto que devuelve la responsabilidad al sujeto soberano. El asunto debería estar a estas alturas bien reglado en una legislación que contemplase hipótesis y plazos con respuestas adecuadas para cada caso. Los constituyentes se olvidaron o creyeron, en su bienintencionada ingenuidad bipartidista, que no sería necesario. Ése debería ser, por tanto, uno de los primeros compromisos que asuma la dirigencia política, por la cuenta que a ella misma le trae, si tiene un mínimo sentido de Estado.