A lo mejor no recordamos a qué película pertenece, pero todos tenemos en la retina esa escena en la que las puertas bamboleantes del saloon dejan paso al forastero que pide que le sirvan un whisky, para enseguida arrojárselo a la cara a uno o varios parroquianos.
Es el agravio del matón que precede al desenfunde de pistolas, los balazos, la batahola de puñetazos y sillas volando por los aires y el caos polvoriento engullendo a todo el poblado, mientras el piano sigue tocando, aunque el pianista sea ya cadáver.
Eso es lo que Trump empezó esta semana con la «guerra comercial más estúpida» -así la bautizó el nada sospechoso Wall Street Journal-, continuó con la absurda e inhumana propuesta sobre Gaza y amplificó con iniciativas despóticas contra inmigrantes, transexuales, medios de comunicación, organismos de cooperación e instituciones internacionales.
Será difícil encontrar un solo verdadero defensor de los valores liberales que no se sienta salpicado por alguna de estas agresiones o por todas a la vez. Y lo peor de todo es que más inquietante que el agravio por el líquido que corre por las mejillas es el desconcierto que produce la descontrolada zafiedad del agresor. Tanto por las formas como por el fondo de las causas elegidas.
Imponer aranceles a tus vecinos del norte y el sur y a tu principal proveedor nada más llegar a la Casa Blanca carece de eficiencia económica porque durante décadas el mercado ha ido estableciendo relaciones de complementariedad en la producción de bienes y servicios.
¿De qué sirve fomentar la fabricación de vehículos en Estados Unidos si por un lado se dificulta la llegada de componentes básicos suministrados por industrias auxiliares en el exterior y por el otro se provoca un sobrecoste en la entrada de esos coches al gran mercado chino?
Aunque dijo que estaba dispuesto a asumir el «sufrimiento» que tales medidas acarrearían a corto plazo a los norteamericanos, Trump reculó cuando vio la reacción adversa de los mercados. Para él Wall Street es un termómetro más fiable que los sondeos sobre su popularidad. La duda es si está renunciando a su cruzada contra la libertad de comercio -muy incoherente, por cierto, con su loable voluntad desreguladora– o tan sólo dando un paso atrás para tomar impulso.
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De momento ha logrado mezclar la amenaza de los aranceles con dos asuntos que poco deberían tener que ver con ellos. En el caso de México y Canadá, el control de la inmigración irregular y en el de la Unión Europea, el incremento del gasto militar.
Cualquiera diría que, para proteger la frontera sur, Trump pretende que, en vez de pagar su soñado muro de cemento, sea la presidenta Sheinbaum la que le proporcione un muro policial. Algo tan voluntarista y falto de sentido de la realidad como empeñarse en combatir a las mafias del fentanilo entorpeciendo el suministro de la droga, sin actuar sobre el suministro de armas. Las apresuradas redadas en las ciudades americanas pueden llevar a humildes trabajadores a Guantánamo mientras preservan a peligrosos delincuentes nativos.
Han bastado un par de advertencias de Trump sobre los aranceles para que en Bruselas esté reinando el desconcierto
En el caso de la UE podría tener cierta lógica reclamar un incremento de su gasto en defensa si, al mismo tiempo, Washington se empeñara en mantener a raya a Putin en Ucrania. Pero sería un sarcasmo que engordara su amenaza, permitiéndole convertir su agresión en ganancias territoriales, para que los europeos sintiéramos su aliento más cerca y tuviéramos que comprar mucho armamento made in USA.
Han bastado un par de advertencias de Trump sobre los aranceles para que en Bruselas esté reinando el desconcierto. Es inaudito que lo único que se le ocurra a la Comisión Europea sea volver a relajar la disciplina fiscal para que el gasto en defensa no cuente de cara a la reducción del déficit y la deuda.
Como si la anunciada llegada de Trump fuera una calamidad imponderable, equivalente a la pandemia o la invasión de Ucrania. O como si esa nueva sobrecarga de deuda que se avecina no hubiera que pagarla en el presente o en el futuro, por mucho que pueda camuflarse ahora con créditos del BEI.
Con gobernantes como Sánchez, incapaces de convencer a sus propios socios y votantes de la conveniencia de gastar en Defensa y dispuestos a hacer lo que sea para que este debate transcurra discretamente por debajo del radar mediático, esperar que la UE introduzca las reformas recomendadas por Letta y Draghi para aumentar su productividad, reducir su burocracia y reforzar su autonomía estratégica, sería pedir peras al olmo.
Otro tanto puede decirse de la incapacidad de la UE para definir una política común sobre Gaza, tras la desquiciada propuesta de Trump de reubicar a sus dos millones de habitantes y construir allí la «Riviera de Oriente Medio».
Tan fuera del consenso queda Hungría, con Orbán ejerciendo con su anfitrión Abascal de lacayo del trumpismo, como España, Irlanda y Noruega al reconocer ahora a un Estado Palestino en el que Hamás se aferra al poder con las mismas pretensiones sanguinarias de siempre. Menudo patinazo diplomático.
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Casi más que la brutalidad de la ocurrencia de Trump, sorprende su improvisación. Cuando el presidente de los Estados Unidos propone trasladar a toda la población de un territorio, lo mínimo que puede esperarse es que tenga acuerdos con alguien dispuesto a recibir a los gazatíes y una logística diseñada para hacerlo por las buenas. O incluso por las malas, como si se tratara de Stalin con los tártaros de Crimea y otras deportaciones masivas.
Pero en cuestión de horas quedó claro que ni Egipto ni Jordania -supuestos receptores de los evacuados- tenían el menor propósito de poner en riesgo su propia estabilidad, importando un problema tan explosivo. Y tampoco el gran aliado de Trump en la región, Arabia Saudí, avalaba la iniciativa. El plan era una entelequia, similar a la de los nazis cuando hablaban de llenar Madagascar de judíos.
Sólo Netanyahu agradeció el inesperado regalo con el que se encontró, también por sorpresa, en Washington. Pero no porque comparta la viabilidad del proyecto, sino porque, al recibir el encargo de que Israel ejerza entre tanto de fuerza militar de ocupación, se ahorra las tensiones internas con los ultras de su gabinete que amenazan con hacerle caer si el 1 de marzo convierte en permanente el alto el fuego alcanzado hace un mes.
Resulta estremecedor que Trump se haya atrevido a imponer sanciones a los jueces del Tribunal Penal Internacional como si se tratara de la cúpula de un narco-Estado
No es de extrañar que a los familiares de los rehenes que siguen en manos de Hamás se les haya helado la esperanza que habían alumbrado cuando la llegada de Trump supuso el cese temporal de la guerra y el intercambio de prisioneros. El foco ha pasado de las complejidades del proceso de paz y la reconstrucción de la Franja a la viabilidad de acelerar la destrucción total de Gaza para que nadie pueda vivir allí.
Resulta estremecedor que en este contexto Trump se haya atrevido incluso a imponer sanciones a los jueces y fiscales del Tribunal Penal Internacional como si se tratara de la cúpula de un narco-Estado. Es el último paso en su campaña contra el multilateralismo y sus débiles mecanismos de gobernanza.
Los efectos del cambio climático son globales, pero Trump vuelve a retirarse del Acuerdo de París. Las pandemias no respetan fronteras, pero Trump abandona la Organización Mundial de la Salud. Los crímenes contra la humanidad se cometen bajo el foco de las cámaras, pero Trump convierte en forajidos a los encargados de perseguirlos. Y de su desprecio por la ONU, para qué hablar.
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Pero, en los veinte días transcurridos desde su toma de posesión, Trump no sólo ha atrofiado los balbuceantes intentos de gestionar la globalización, sino que ha dinamitado el propio sistema de colaboración entre las democracias emanado del final de la Segunda Guerra Mundial.
Un orden internacional fundado precisamente estos días de febrero de 1945 en Yalta y que parece camino de extinguirse en 2025, después de haber dado consistencia durante 80 años al desarrollo de la civilización humana.
Quienes se frotan las manos son los regímenes totalitarios como Rusia y China, que ven en Trump el instrumento para la autodestrucción de la democracia liberal
Es tal la confusión ocasionada por el bullying a gran escala que practica Trump que a Canadá se le plantea la opción de buscar refugio en la Unión Europea y a Dinamarca la conveniencia de hacer concesiones sobre Groenlandia, mientras que Panamá ya ha renunciado a sus proyectos de colaboración con los chinos para prevenir la toma por la fuerza del Canal. Así negoció Hitler en Munich, amedrentando a unos y otros, imponiendo el apaciguamiento frente a sus conquistas territoriales.
Por supuesto que quienes se frotan las manos son los regímenes totalitarios como Rusia y por encima de todos China que ven en la figura de Trump el instrumento para la autodestrucción de la democracia liberal. La tentación de buscar protección bajo el despotismo imperturbable de Beijing se atisba por doquier. Y si no que le pregunten a Zapatero.
Pero aún peor que el dislocamiento del sistema internacional en el que el idealismo liberal había ido ganando espacio a muy diversas dictaduras, es la revolución que Trump está liderando contra el propio modelo constitucional norteamericano.
A punto de cumplirse dos siglos y medio de la Declaración de Independencia, Trump está intentando transformar la Presidencia de los Estados Unidos en una instancia de poder absoluto, desembarazada de cualquier control de legalidad. Algo así como la «captura del Estado» en versión 4.0.
¿Qué hacer ante sus provocaciones? Confiar en que ni siquiera él podrá neutralizar el sistema legal norteamericano e ir preparando concienzudamente nuestra resistencia transnacional.
El jueves, durante la ceremonia preliminar al Desayuno de la Oración, él se jactó en el Capitolio de que la bala que estuvo a punto de asesinarle no había alterado su tupé. Y a continuación exclamó: «Dios existe. Él me salvó. Soy un hombre cambiado». Como si las trompetas celestiales hubieran actuado a la inversa que en la Biblia, convirtiendo los pericitos de sus glándulas capilares en las nuevas murallas de Jericó.
Ese providencialismo explica la ligereza con que el mismo día amenazó con retirarle la licencia a la CBS por editar una entrevista con Kamala Harris de forma «engañosa», dio alas a Elon Musk para que siga enviando a la «trituradora de madera» organismos federales de la raigambre kenediana de la agencia de cooperación internacional (USAID) o pretenda privar de la ciudadanía a los hijos de inmigrantes, cuando la propia existencia de los Estados Unidos está basada en esa institución.
¿Qué hacer ante esa cadena de provocaciones cuando todos sabemos que Trump lleva en la cartuchera el revólver más caliente con la munición más letal? Lo inteligente es no caer en la provocación, secarse el licor que nos ha lanzado en la cara, fingir que ha debido de ser una gotera, confiar en que ni siquiera él podrá neutralizar el sistema legal norteamericano e ir preparando concienzudamente nuestra resistencia transnacional.
De momento ya ha habido media docena de jueces de distrito que han bloqueado sus decretos por considerarlos «flagrantemente inconstitucionales». Tanto en el caso del derecho de ciudadanía, la pretensión de enviar a mujeres trans a cárceles de hombres o el despido masivo de los miles de empleados de la USAID.
Uno de esos magistrados ha sido el veterano juez federal de Seattle, John G. Coughenour, designado nada menos que por Reagan. El jueves paró los pies a los abogados del Departamento de Justicia con palabras dignas de ser grabadas en mármol:
«Está quedando cada vez más patente que nuestro presidente considera el Estado de Derecho como un impedimento para sus objetivos políticos. El Estado de Derecho es para él algo que se puede circunvalar o simplemente ignorar para obtener beneficios políticos o personales. Sin embargo, en este juzgado y bajo mi jurisdicción, el Estado de Derecho es el faro resplandeciente que me seguirá guiando».
Por fortuna, todavía hay jueces en Seattle. Como todavía hay jueces en Madrid.