JAVIER GÓMEZ DE LIAÑO-ABC

¿Qué ha pasado para que, según las últimas encuestas, la corrupción siga en los primeros puestos de las preocupaciones de los españoles? ¿Qué ha sucedido para que, según el último ‘Índice de percepción de la corrupción’ publicado por Transparency Internacional, la puntuación de España sea tan alta? ¿Por qué más del 90 por ciento de los ciudadanos juzgan a los políticos de manera tan severa e inexorable? Supone bien el lector si piensa que estas preguntas vienen a cuento de unos hechos que tienen como principal protagonista a un tal Koldo García que, según todos los indicios, dirigía una trama de cobro de comisiones en la compra masiva de mascarillas durante la pandemia y que fue asesor personal de José Luis Ábalos, por entonces secretario de Organización del PSOE y ministro de Transportes. Según el juez, las imputaciones son organización criminal, tráfico de influencias y cohecho. O sea, una historia hedionda en la que se hacinan pseudopolíticos perseguidores de poder en tanto en cuanto éste puede convertirse en dinero. Lo sentenció el viejo Séneca: «Lo que antes fueron vicios, ahora son costumbres».

Es cierto que la corrupción política ha existido siempre. A ella se refería lord Acton en su epistolario con el obispo de Londres, Mandell Creigthon, cuando acusaba a los anglicanos de indulgentes con los inicuos papas de la Historia y pronunció la frase de que «el poder tiende a corromper y el poder absoluto corrompe absolutamente». Ahora bien, como en democracia poder absoluto no hay, la duda es: ¿el poder democrático corrompe democráticamente? ¿Sigue viva la profecía de que la democracia está en crisis? La respuesta es difícil, pero, visto el panorama, no parece exagerado afirmar que por culpa de la corrupción que nos invade y no sabemos extirpar, la democracia se deforma grotescamente.

En contra de lo que algunos piensan, no son los pillos ni los mequetrefes los causantes de la podredumbre de un país democrático, sino quizá al revés, como no menos errónea es la división que se hace entre sociedad civil sana y poder político infecto. Ni la primera es completamente angelical ni el segundo está siempre en manos de corruptos. La raíz de la corrupción se encuentra en el hombre, ese ser, ni bueno ni malo, pero sí imperfecto y estúpido al que Malraux llamaba «mísero montón de miserias». El deterioro moral de la especie humana es la mecha que produce la estruendosa aparición de la encanallada golfería y el no menos estrepitoso silencio de cómplices y encubridores.

La depravación de los corruptos no puede imputarse más que a ellos. De ahí que cualquier afirmación generalizada sea peligrosa e injusta y para mí tengo que la mayoría de los políticos son honestos y actúan con generosidad, sacrificios e ingratitudes. La diferencia se encuentra en esas dos formas de hacer política, de las que Max Weber habla en ‘La política como vocación’: vivir «para» la política y vivir «de» la política. Quien vive «para» la política hace «de ello su vida» en un sentido íntimo, poniéndola al servicio de «algo». En la orilla opuesta, quien vive «de» la política como profesión es aquél que la entiende como fuente duradera de ingresos.

Comprendo que la situación creada por los hechos que motivan estas reflexiones desazone a cualquiera. Iniciado el nuevo año judicial, muchos pensábamos que en relación con este problema ya se habían lavado todos los trapos sucios y que sólo faltaba algún que otro aclarado y centrifugado, pendientes, ambos, en muy competentes tintorerías judiciales. Sin embargo, a la vista está que no y me temo que, si queremos acabar con la colada y tenderla al sol, todavía vamos a necesitar bastante detergente. ¡O tempora, o mores! –¡Oh, qué tiempos!, ¡oh, qué costumbres!–, exclamó Marco Tulio Cicerón en su primera Catilinaria para deplorar la perfidia y la corrupción de la época.

Los romanos decían algo que todo buen demócrata conoce: corruptio optimi pessima: «La corrupción de lo mejor es la peor». Junto a la dimensión política o económica del fenómeno de la corrupción, está el lado ético que consiste en no querer distinguir el mal del bien. Por eso se me ocurre si tal vez peor que robar –entiéndase la palabra en sentido amplio– es creer que puedes quedarte con lo ajeno. Lo mismo que la estatura y el color de la piel van con el hombre, también la corrupción iría con él, al igual que el fanatismo, la violencia y otra suerte de males. Como Indro Montanelli escribió en noviembre de 1997 al despedirse de sus lectores, «la corrupción procede de algún virus que anida en nuestra sangre y cuyo antídoto nunca hemos sido capaces de encontrar».

Admitamos, pues, que no hay democracia que esté al abrigo de la corrupción, sea crónica o aguda. Mas lo grave no es que exista, que lo es, sino que las herramientas para detectarla y atajarla no respondan. Lo peor no es el escándalo en sí, sino que se tape. Las instituciones y las personas se deterioran tanto por el mal que hacen como por el mal que ocultan y el encubrimiento, aparte de ser figura autónoma de delito, es una majadería que sale carísima. El partido político al que, entre otros, están vinculados el principal investigado y el exministro y aún diputado señor Ábalos, está obligado a la claridad, que ojalá no se empañe con el ejercicio del «y tú más». Lo peligroso es que conductas tan reprobables no se sancionen con rigor, casi con impiedad. Mándense para sus casas a los responsables, sin excluir, naturalmente, la cárcel si un tribunal lo decide y siempre con respeto a los derechos fundamentales que como cualquier hijo de vecino tienen.

En fin, el secretario general del PSOE y presidente del Gobierno ha declarado que será «implacable contra la corrupción, venga de donde venga y caiga quien caiga». Antes se ha proclamado defensor de una «ejemplaridad absoluta que no entiende de colores». Sí, señor Sánchez. Ahí le quieren ver los ciudadanos de bien. Urge acabar con la truhanería pública y con los traficantes de la política antes de que el Estado chirríe en sus goznes y se vaya al garete sin remisión. Frente a tanto trapicheo, chanchullo, comisión fraudulenta y otras trapacerías y mangancias, es necesario que el presidente Sánchez, cuyo crédito cada día es menor y está más debilitado, encuentre la vía de solución al problema y aplique todas las fórmulas imaginables y posibles, empezando por airear la mugre que rodea al asunto. Es momento de una profunda higienización de las cloacas, sumideros y oscuras fontanerías que han salido a flote y amenazan con estrangularle.

Pese a la exhortación que modestamente me permito hacerle, tengo la sensación de que el señor Sánchez se cree demasiado la idea de Cela de que en España el que resiste gana. En su caso, lo único que gana es tiempo, pero no el respeto de muchos, incluido el de quienes pudieron votarle en las últimas elecciones. No se olvide que la putrefacción puede despedir olor a ácido sulfúrico o a cadaverina, que viene a ser lo mismo, pues en la variedad de la porquería habita el gusto de los viciosos.